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  • Foto del escritorMario Alegre-Barrios

Noemí Ruiz y el don de conversar con los pájaros


SOLÍA ELLA HABLAR con "Loquillo", un pájaro que frecuentemente la visitaba en su estudio y que terminó haciendo un nido que todavía se sostiene entre las ramas del árbol de mangó que acaricia la ventana. Le hablaba y –asevera ella– el pájaro no solo la escuchaba, sino que también la comprendía. Lo adoptó –se adoptaron–, la compañía mutua se hizo cotidiana hasta que un día "Loquillo" desapareció. Sonrió para sí, un poco con esa nostalgia que se anticipa, otro poco con incredulidad: No podía ser que el pájaro le hubiese hecho caso para marcharse y conseguir pareja, como ella se lo había dicho la tarde anterior. Una cosa era imaginar que "Loquillo" entendía una conversación –en realidad un monólogo con trinos como respuesta– y otra muy distinta que eso fuese lo que en realidad hubiera ocurrido.

El tiempo pasó y ella comenzó a acostumbrarse a la ausencia del ave. Transcurrieron varios meses y una mañana, mientras pintaba, el viejo trino conocido la sacó del lienzo. Volteó hacia la ventana con una sonrisa y la mirada brillante. Ahí estaba. "Loquillo" había vuelto y con su canto parecía celebrar el reencuentro. Y no estaba solo: pronto se le unió una pajarita, también de plumas pardas y pico entre amarillo y naranja que, entre arrumacos con su pareja, también trinaba.

–No sabes el gusto que me dio este pájaro con su regreso –dice la maestra pintora Noemí Ruiz–. De inmediato recordé aquella tarde en la que le dije que no podía estar solo, que debía buscar una pareja y comprendí sin la menor sombra de duda que "Loquillo" y yo teníamos una comunicación muy especial. Todo acabó para siempre tiempo después, cuando una mañana lo encontré muerto al pie del árbol. Y le escribí una oda.

La anécdota llega mientras conversamos en su casa, en ruta a la Gala Anual del Museo de Arte de Puerto Rico celebrada anoche y en la que su obra Jazz fue utilizada como imagen emblemática del proyecto.

Hacía muchos años que no conversábamos, tantos que apenas me reconoce cuando me ve.

–No me he preparado para esta entrevista, solo para hablar contigo… mira que ya te dije algo que no le digo a nadie: mi edad, así que, si te dije eso, te digo lo que quieras, solo pregunta –dice.

–¿Cómo recuerdas a la niña que fuiste?

-Tú sabes que he pensado mucho en eso durante estos días –dice-. Lo más remoto que recuerdo es verme a mí con mi familia… mi madre, mi padre, mis hermanos y mis amiguitos en la playa, en Mayagüez. Soy mayagüezana… mis padres tenían una casa en la playa y todos los fines de semana y tiempo libre, se cerraba la casa del pueblo y todos íbamos para allá. Corríamos y jugábamos…

–¿Aquella niña Noemí que soñaba ser cuando fuese grande? ¿Médica? ¿Actriz? ¿Veterinaria?

–Yo creo que en aquellos momentos no soñaba con otra cosa que hacer lo que hacía: correr, jugar. Era tan feliz. Fui una niña muy feliz, una niña de un núcleo familiar pequeño: padre, madre, dos hijos y una de esas tías que siempre aparecen para cuidar a los pequeños cuando los padres se van a trabajar. Lo mío era gozar con mis amiguitos… disfrutaba el mar, la arena, el cielo… todo lo que veía. Mis padres fueron excepcionales, Rafael y Victoria se llamaron.

Don Rafael era comerciante. Vendía telas. Todas las semanas recibía varios rollos de ellas con los colores y diseños más diversos y Noemí aguardaba esos días como si fuera una fiesta.

–Tú no sabes cuánto yo disfrutaba jugar entre esos rollos. Teníamos una casa bastante amplia en la calle Méndez Vigo, de dos plantas. Una parte grande del piso de arriba era para guardar los rollos de tela. Cuando esos rollos llegaban, la primera que estaba ahí, esperándolos, era yo, para ver lo que llegaba. Los colores, los diseños… todo eso me fascinaba… es posible que por ahí haya comenzado mi vocación por el arte. Me lo he preguntado y esa puede ser una respuesta. A veces me llevaba unas tijeritas y me daba por cortar pedacitos de tela de diferentes rollos y jugaba con ellos, en diferentes posiciones y combinaciones. Me ‘ponía las botas’ con esos rollos.

Creció y no sabía qué iba a estudiar. Quizá por su amor por la playa y el mar fue que dijo que sería bióloga marina, pero sin la menor idea de lo que eso significaba.

–El día que me fui a matricular en la Universidad Interamericana de San Germán había varias mesas para distintas carreras –recuerda–. Como yo no sabía qué quería estudiar, me paré en la puerta. Había una fila sin gente, con una señora atendiendo. Nos miramos y me llamó con la mano para que me acercara. Se llamaba María Luisa Castillo… me preguntó qué iba a estudiar, y le respondí lo que a todo el mundo: biología marina y entonces me dijo “¿por qué no te tomas este cursito de arte que estamos dando, que te va a gustar… lo puedes tomar como una electiva”, y ahí empezó mi historia oficial con el arte. María Luisa Castillo fue como una segunda madre, toda la vida, tanto así que cuando mis padres fueron a comprar una casa en Mayagüez, había dos, una al lado de la otra, ambas en venta. María Luisa fue a hablar con mi papá para decirle que ella y su esposo había comprado una de ellas y que la otra la debíamos comprar nosotros. Y así fue. Ella dirigía el Departamento de Arte en la Interamericana en San Germán. De esta manera comenzó mi larga relación con esta institución de la que soy con gran honor, y desde muchos años, artista residente.

–Tu obra… ¿cómo comenzó? ¿Cómo comenzaste a abrazar el arte y –sobre todo– cómo el arte comenzó a abrazarte? ¿Cómo comenzaste a enamorarte de los procesos, de hacer lo que habrías de hacer el resto de tu vida?

–Cuando a ti se te van metiendo por la mente y por el alma las cosas que te apasionan, llega el momento en el que te atrapan. Y el arte me atrapó –asevera–. Como yo pensé que no tenía ningún talento para el arte, me preguntaba frecuentemente que iba a hacer yo con eso. Lo que sí tenía muy claro era que me encantaba la educación, amaba enseñar. Sin duda, yo primero fui maestra y luego pintora. Siempre he tenido la certeza de que el arte debe ser parte de cualquier programa escolar de educación y de que los maestros son fundamentales en este proceso, pero hay que darles las herramientas. Por esto propulsé la enseñanza de arte a quienes estaban estudiando para ser maestros. Me encanta enseñar, me encanta el arte y he sabido disfrutar totalmente esas pasiones… me he disfrutado mi vida.

–Y has hecho del disfrute un arte también…

–¡Exactamente! Mira, yo disfruté mi niñez, disfruté mi juventud, estoy disfrutando mi vejez y creo que el día que “estire la pata”, también lo voy a disfrutar porque voy a decir algo como “bueno, ahora vamos a ver cómo es esto”, porque hay cosas que no se entienden, mira por ejemplo la muerte de Miyuca. ¿Tú quieres algo más inexplicable? Ella estaba muy bien… tenía achaques, claro, pero se veía muy bien.

–¿Cómo se conocieron ustedes?

–Mira, nos conocimos de una manera muy interesante –dice con una sonrisa que comienza en la mirada y termina en sus labios–. Yo estaba haciendo proyectos en San Germán para impulsar la educación artística. Allá dirigía el Departamento de Arte y desde ahí yo impulsaba eso. Un día una secretaria me avisó que me estaban llamado desde San Juan, que si podía tomar la llamada… cuando le pregunte quién era, me dijo “una tal Somoza”. “No la conozco, pero está bien, la atiendo”, le respondí. Cuando tomé el teléfono, me dijo que era la profesora Somoza, que estaba enseñando arte en la Universidad de Puerto Rico, que sabía de mi interés por la educación artística y que si me interesaba dar una conferencia para sus estudiantes. Eso fue hace 48 años, toda una vida, las dos bregando con el arte, inventándonos cosas… y una mañana, hace pocos meses, se fue, murió de repente.

–¿Que es lo que más admirabas de Miyuca? ¿Qué fue lo que más aprendiste a amar de ella?

–Muchas cosas… primero, su corazón. Era un corazón que nadie conocía lo grande que era –asevera–. Si ella se tenía que quitar lo que tenía encima para dárselo a la gente, ella lo hacía. Hay una deambulante por la que Miyuca sufrió mucho porque no se dejaba ayudar. A veces, bajo la lluvia, le llevábamos sopa. En otras ocasiones Miyuca la traía a la casa a comer porque se estaba muriendo de hambre, aunque no lo aceptara. Todo esto en medio de todo lo que Miyuca tenía que hacer en el mundo del arte… siempre tan llena de proyectos, siempre tan preocupada por los artistas y por los jóvenes.

–¿Qué admiraba, que amaba más ella más de ti?

–Creo que mi carácter –dice–. Ella tenía un carácter más fuerte y yo un poco más suave. Y teníamos la oportunidad de sentarnos a hablar, a conversar, de lo que ella quería que fuese el arte en Puerto Rico, de qué más cosas podíamos juntas inventar… era un ‘toma y dame’ de ideas…

–Fue una relación ejemplar que el tiempo pondrá en su justa perspectiva…

–Sí, si… –murmura.

Noemí añade que ella siempre ha vivido su vida, según se le presenta lo que cada día trae.

–Nunca me puse metas a muy largo plazo –señala–. Las cosas han llegado a mí cuando han tenido que llegar, por el trabajo, por el estudio, por la paciencia, por la persistencia, cosas que estaban escritas en una pincelada de la vida mía.

–¿Cómo ha sido tu relación con el lienzo?

–A veces es una lucha, a veces es muy apacible. Es una cosa que la sientes en el alma y sabes que tienes que ponerla ahí. Ahora estoy aquí con un sufrimiento, porque se me daño mi caballete… ese caballete es una de las cosas más chulas que me han pasado. Cuando estoy haciendo una pintura grande… a mí no me gusta pintar muy pequeño….

Y me muestra una pintura minúscula en la pared de la entrada al "family" donde conversamos…

–Yo vi eso llegando por tren a Segovia y apareció ese paisaje por la ventanilla. Me robó la respiración y pensé “tengo que pintar eso”. Adoro esa pinturita… pero te estaba contando del caballete… cuando pinto en grande es muy trabajoso intentar ver la pintura desde otra posición y no poder hacerlo, solo un poco, virándome. Un día estábamos Miyuca y yo sentadas, porque cuando hacíamos una obra, o ella me llamaba para que yo viera su obra o yo la llamaba para que viera la mía. Por el gesto de ella ya sabía yo si le gustaba o no, y ella conmigo también. Te decía que estábamos sentadas las dos viendo una obra que yo había hecho y ahí se le ocurrió a ella. Teníamos en casa un carpintero que nos estaba arreglando algo, no recuerdo qué. Y le pedimos que nos hiciera un caballete giratorio… quedó fantástico. Pero ahora se dañó y hace mucho ruido cuando gira.

-¿Cómo pasas de la figura a la abstracción? ¿Por qué? ¿Qué pasó en tu vida que diste ese salto?

–Yo estuve trabajando un tiempo en la figura, hasta que me aburrí –comenta–. Dije “para qué, si eso lo puedo tomar en una fotografía, ¿por qué yo no puedo hacer lo que me a mí me dé la gana en una pintura?”. Rebeldía… empecé con el gesto, a liberar el trazo y comencé a volar al descubrir otro aspecto de mí, que me da mucha satisfacción y del que derivo un deseo enorme de trabajar más y más.

–Y sigues pintando…

–Sí, pintado y escribiendo… escribo lo que siento. Lourdes Vadell, quien trabaja conmigo y trabajó con Miyuca desde el 81, dice que es poesía. Lourdes fue mi alumna, junto a Sandra Cintrón. Me dieron candela –dice con una sonrisa–. Las regañaba a cada rato, pero eran muy buenas estudiantes.

–¿Qué te mantiene ilusionada?

–Mi pintura… me sigue ilusionando de una manera increíble. Para mí pintar es un placer, un gozo enorme. Gracias a eso siento que mi vida no está vacía, que tengo una huella tras de mí.

Subimos a la segunda planta de su hogar, dedicada íntegramente en partes iguales a su taller y al de Miyuca. Me enseña algunas de sus maravillosas pinturas y entre ellas, la más singular sin duda, una que tiene como lienzo un gavetero vertical en el que guarda materiales. Su superficie es un "collage" con los remanentes de pintura que ahí aplica cada vez que termina una obra, ritual que de tan antiguo, el comienzo escapa a su memoria.

Me asomo a la ventana donde "Loquillo" encontró una amiga y descubro intacto el nido que dejó el pájaro con el que Noemí conversaba.

 
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