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Una velada de estupenda factura con la OSPR y el maestro Guillermo Figueroa

  • Foto del escritor: Mario Alegre-Barrios
    Mario Alegre-Barrios
  • 19 oct
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 20 oct

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CON UN PROGRAMA que satisfizo a cabalidad las expectativas del púbico que hizo una magnífica entrada en la Sala Sinfónica del Centro de Bellas Artes Luis A. Ferré, este sábado la Orquesta Sinfónica de Puerto Rico continuó con su temporada de abonos, con el maestro Guillermo Figueroa en el podio, para dirigir la suite del ballet “Petroushka”, de Igor Stravinski —en su versión de 1947— y la tercera de las sinfonías de Camille Saint Saens —la famosa “Sinfonía con órgano”—, con el maestro Andrés Mojica como solista.


Con una vocación de empatía didáctica, antes de cada obra el maestro Figueroa conversó brevemente con la audiencia, para explicar las estructuras e intenciones de ambas piezas, la primera eminentemente programática y, la segunda, en la mejor tradición sinfónica como la obra cumbre de su autor que es.


Desde que apareció en escena el maestro Figueroa, fue incuestionable el profundo afecto que los melómanos de nuestra isla le profesan, de la misma manera que pronto fue evidente el respeto y estima que los miembros del contingente orquestal sienten por él.


La obra de Stravinski inauguró la velada con un pulso rítmico que la orquesta ejecutó con una elegancia solvente, sin perder la capacidad de desplegar el color cambiante que caracteriza este cuarteto de actos. El maestro privilegió la claridad estructural con líneas bien trazadas, balances finamente calibrados y una gestualidad que pareció acentuar las tres capas de la obra —los pasajes irónicos del payaso Petroushka, el lirismo ilusorio de la figura de la joven bailarina y la dureza del acorde final— sin caer en un manierismo estético.


En las cuerdas, la articulación fue fluida, con un arco contundente en las secciones más dramáticas y una delicadeza contenida en los pasajes más líricos. Los metales, por su parte, respondieron con precisión en la mayoría de los episodios. En suma, una lectura convincente y reveladora que fue premiada con una gran y prologada ovación que hizo salir al maestro al escenario en más de ua ocasión.


La segunda mitad del programa, con la Tercera Sinfonía de Saint-Saëns —una obra que, por su extensión y densidad orquestal, suele exigir una coordinación impecable entre las secciones y un cuidado particular en las transiciones— contó con el maestro Andrés Mojica como solista con un timbre bien definido y un uso medido de la pedalización.


Figueroa condujo con un ritmo sostenido que, en varios pasajes, logró un balance entre la exuberancia sinfónica y la precisión formal de Saint-Saens. Se percibió una dirección que buscó un clímax orgánico, sin sacrificar la claridad de las frases largas ni la articulación de los acentos marcados. En las líneas de viento madera y metal se notó un esfuerzo por mantener la nitidez en la voz, lo que no siempre es fácil en pasajes densos, donde la orquesta respira como un único organismo. Aquí, la interpretación mostró una voluntad de mostrar las capas de la partitura: el lirismo de la orquestación, la intensidad de las secciones brillantes y la textura arquitectónica que Saint-Saens dejó como legado.


Si bien con la última nota el público gritó emocionados “bravos”—nada inusual en nuestra cultura musical ante finales portentosos como el de esta sinfonía— lo cierto es que hacia el tramo final la orquesta exhibió un desequilibrio en los metales —especialmente las trompas— que experimentaron problemas de afinación y ataque que afectaron la homogeneidad tonal y la calidad cimera que el cierre demanda.


Aunque estos tropiezos fueron claramente audibles, la experimentada y muy hábil la batuta del maestro Figueroa supo mantener el control, corrigiendo el pulso y manteniendo el barco a flote para la parte final, donde la orquesta, apoyada por el órgano de Mojica, ofreció un cierre potente y no menos portentoso que —repito— mereció el cariño y reconocimiento del público.


En síntesis, una velada de alto nivel y estupenda factura. ¿Los tropiezos?, parte del quehacer y nada más. Muchos jóvenes en el elenco que aún están madurando y que pronto serán excepcionales. Si al “conejo malo” se le soportan las atrocidades de lo que sus devotos llaman pretenciosamente “música”, ¿por qué no comprender y ser pacientes y empáticos con quienes sí se dedican a hacer verdadero arte en sus vidas?

 
 
 

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