NUNCA PENSÉ que la felicidad estuviera ahí, tan cerca, tan accesible, tan posible, luego de tantos años de oscuridad y sufrimiento autoinfligido —lo reconozco— por mi estupidez y mi ceguera emocional que me impedían ver esa luz tan evidente para la inmensa mayoría de nuestro pueblo, tan noble y agradecido con esas fuentes inagotables de alegría, orgullo e identidad.
Reconozco esto no sin antes aceptar que durante los últimos días llegué a pensar que la felicidad real me estaba vedada y que quizá la honestidad de esa reflexión haya obrado el milagro —para mí, que no creo en ellos— de revelarme el camino con un resplandor epifánico cuya trascendencia me obliga a confesar con honestidad —espero que redentora— lo que había escrito sobre este asunto existencial.
Antes de escribirlo, lo había pensado largamente, no solo antes de decidirme a hacerlo, sino también antes de tomar la decisión de publicarlo, de compartirlo.
Dudé porque, de escribirlo únicamente, sabía que sólo me serviría a mí, como desahogo y, de publicarlo, nada sustantivo lograría porque la ignorancia y la superficialidad son un blindaje infranqueable para las masas en contra del sentido común, la coherencia y lo mínimamente inteligente.
Pensé que al final, si alguien más lo leía, sabría ya desde luego que había tomado ambas decisiones —escribirlo y publicarlo— y que poco o nada me importaría, desde la certeza de que eso —el sentido común, la coherencia y lo mínimamente inteligente— son incongruentes —pensaba erróneamente ¡desde luego!— en una cultura de “influencers”, dominada por lo vacuo, lo intrascendente, lo inconsecuente y el afán desbocado de crear “contenidos” sin contenido, información con todo excepto sustancia, como valor supremo y moneda de cambio fundamental para medir el éxito y como justificación del argumento de que “eso es lo que la gente necesita”, que “eso une a las familias puertorriqueñas” o que “eso nos representa a todos”.
Así de disparatado y tonto era lo que iba a escribir pero a dios gracias me contuve y a dios gracias tampoco lo llegué a publicar ni a decir que eso me parecía una “oda a la pendejez”.
De pronto vi la luz a mi alrededor, en todas partes. Vi a las personas —no sé si tengo el derecho a decir “mis semejantes”— felices, exultantes, en la fila del súpermercado y del banco, en plazas, bares y restaurantes, en las calles y en el aeropuerto, en las noticias y en las redes sociales.
Mario, pensé, ¡no seas pendejo! Eres infeliz porque quieres. ¡Mira a tu alrededor, coño! La gente está gozosa, la gente está orgullosa, la gente se siente representada en ese mega triunfo internacional del que todos hablan. ¡Por dios, Mario, abre los ojos y abre tu corazón! ¡Valora el mérito inmenso de esa gesta que nos hace pueblo, de ese éxito que nos une y nos conmueve hasta las lágrimas con un frenesí casi orgásmico, ¡bendito sea el señor!
Soy ahora otra persona. La experiencia me cambió y afirmo que la vida es buena, muy buena y más ahora que sé —sin la menor duda— que tanta felicidad es posible.
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