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  • Foto del escritorMario Alegre-Barrios

Los murmullos inextinguibles de aquellos días

Actualizado: 20 jun 2021



DESDE HACE 15 AÑOS está construyendo su casa, varilla a varilla, bloque a bloque, de poquito a poco, según el tiempo que su trabajo le deja libre. La está haciendo ella sola porque sola vive, como lo ha hecho buena parte de su vida adulta, sin esposo y con un hijo con hijos que viven en Chicago -o en Nueva York, o en Texas, o en la Florida, lo mismo da- que bien la quiere pero que también quiere lo mejor para los nietos de su madre y por eso el exilio en el Norte.


Debe rondar los 55 años de edad y trabaja en un fast-food en Bairoa, en Caguas, donde todo es para llevar. Atiende el teléfono, toma órdenes, las cobra y las despacha, de 2 a 11 p.m., todo con una inusitada cordialidad, con un noble respeto que nunca se acerca siquiera a esa confianza sobrada de los mi amor, mamita o baby. Buenas tardes, gracias por llamar a… habla con María, ¿qué desea ordenar?, responde una y otra y otra vez, escucho mientras espero por lo que hace unos minutos pedí desde el carro.


Y algo me hace hablarle, quizás algunos susurros desde el pasado…


La felicito, le digo en la brevedad de un paréntesis entre llamada y llamada. Me mira no sin extrañeza y pregunta por qué. Porque sí, le digo, por la forma como hace su trabajo, por la manera como contesta el teléfono, por el trato que da a los clientes, por el amor evidente que siente por su trabajo. Sí, la verdad que sí, responde, me gusta lo que hago, si usted supiera que en todos los locales (de la cadena) donde he estado la gente me quiere mucho y me busca, antes no estaba aquí, estaba por Villa Blanca y antes de eso en… Enumera varios sitios con el orgullo de un general que recuerda sus batallas, con el amor con el que una madre habla de sus hijos.


Con quince años en este empleo y turnos irregulares entre feriados y fines de semana, doña María no suele descansar cuando está en su hogar en Maunabo, donde aprovecha cualquier momento para continuar con la construcción de su casa, ella misma, sin ayuda, tarea de la que habla con un orgullo similar al que manifiesta por su empleo.


No señor, nadie me ayuda, yo solita con mis propias manos, asevera. Desde hace 15 años, el mismo tiempo que llevo trabajando aquí, sábados, domingos o días entre semana, según me toquen libres aquí, que nunca son los mismos.


Y de nuevo los murmullos…


Mientras escuchaba a doña María y la veía cobrar y entregar, me acordé de mis abuelos paternos, que también construyeron su casa un poco así, no con sus propias manos, pero casi, vendiendo gelatinas todos los días del año en jornadas larguísimas de las que yo en mi niñez fui parte, en especial los fines de semana, de viernes por la tarde a domingo casi por la noche, cuando mi abuelo Mario nos recogía a mi hermano Raúl y a mí en la entonces todavía habitable Santa María la Ribera -en la Ciudad de México-, donde vivíamos con mis padres, para llevarnos al desmadre libertino y marginal de la Colonia Cuatro Árboles, al lado de la Colonia Federal y aledaña también a Las Américas y el Bahía, balnearios que en los 60 y 70 eran una suerte de paraíso urbano extrañamente "chic" en medio de su entono arrabalero, con albercas, golfitos y un fuerte olor a cloro.


En un instante viajé de Caguas a la calle Bienes Nacionales, a la casa siempre en obra de mis abuelos, con un angosto pasillo de entrada, una escalera que llevaba a las tres recámaras y debajo de la cual Raúl y yo nos acercamos por primera vez al mundo del sexo, cuando -por descuido de uno de los dos, no recuerdo quién- un perro de la calle entró y montó sin el menor pudor a la Dina -la perra de la casa- ante la mirada atónita de dos niños de 8 y 10 años que, del asombro, pasaron al llanto por las nalgadas con las que mi abuelo interrumpió aquel accidental voyerismo fraterno, episodio del que todos los miembros de la pandilla del barrio se enteraron y que, unos meses después, nos reveló el milagro de la creación, cuando vimos -también a escondidas- el parto de media docena de cachorros que poco a poco fueron regalados.


Durante muchos años fue esa una casa en construcción. Don Chucho se llamaba el “maistro” albañil a cargo, siempre con un overol gastado, sombrero de paja sin edad, bigotazo zapatista y un eterno olor a cerveza que dominaba inconfundible sobre el del sudor añejo no menos notable. Era nuestro amigo y nos dejaba jugar a la construcción, separándonos un poco de cemento y cal para que Raúl y yo hiciéramos nuestra propia mezcla y pegáramos par de ladrillos desalineaos que -obviamente- al irnos, alguno de sus ayudantes sustituía.


En aquella casa siempre en obra Raúl y yo pasamos los mejores años de nuestra infancia, no porque la de nuestros padres no fuera buena, sino porque la de mis abuelos era la de la libertad casi plena, la que apenas tenía reglas, la de salir a la acera al amanecer a jugar de todo, canicas, trompo, yoyo, fútbol, béisbol, tochito (una variante callejera del futbol americano), carritos, escondidillas, cerbatana, bote pateado, roña, encantados, resortera, ligazos (con pedacitos de cascara de naranja) burro saltado, burro entamalado, caballito… salvo el fútbol y el béisbol, que eran habituales, la mayoría de los otros eran por temporadas, y, por ejemplo, cuando era la del yoyo, nadie osaba sacar un trompo; o cuando era la época de las canicas, nadie proponía una guerra con cerbatanas.


Esos viernes y sábados de juego en la calle -y de “andar de vagos”, decía mi madre, no sin alguna razón, no sin inútil molestia contra la condescendencia de sus suegros- terminaban ya muy tarde en la noche -eran otros días, claro-, solo cuando escuchábamos a mi abuelo ordenarnos entrar con el inconfundible chiflido de los Alegre.


Dejo esa divagación y regreso a las gelatinas. Eran verdes, anaranjadas, amarillas, rojas y tintas, siempre en ese orden, con sabor -artificial, claro- de limón, naranja, piña, grosella y vino (en realidad, uva). A veces combinadas. El trabajo comenzaba temprano en la tarde, cuando mi abuelo formaba diez largas filas con infinidad de moldes metálicos, de dos tamaños, uno para las gelatinas “chicas” y otro para las gelatinas “grandes”, alineados meticulosamente sobre dos grandes tablones colocados sobre dos aparadores. Mientras él hacia eso -los fines de semana con mi ayuda, que -creo- no debía ser mucha- mi abuela mezclaba el agua y la grenetina (como le llamaban ellos a la gelatina en polvo) en una enorme olla azul que debía menear constantemente para que no se pegara, con una cuchara gastada ya hasta la mitad de tanto uso.


Una vez lista, mi abuelo vertía parte de esa gelatina líquida y caliente en un cubo más pequeño en el que definía el sabor y el color con esencia y polvo del color correspondiente, y de ahí, con un pocillo más pequeño, iba llenando molde a molde -con un Delicado sin filtro entre los labios y sin que el pulso le temblara- las dos filas de gelatinas chicas y las dos filas de gelatinas grandes -sin que se haga espuma, Mayito, me decía cuando yo también lo hacía, porque si quedan así, no las compran porque parecen viejas- hasta repetir cuatro veces más el ritual, uno por cada sabor. Luego de cenar, mi abuelo salía a recoger charolas y, antes de ir a la cama, ponía sobre la mesa del comedor unos largos pliegos de papel encerado que cortaba con un largo cuchillo aserrado en cuadrados casi perfectos, de unas tres pulgadas de lado.


Antes del amanecer -no recuerdo haber visto nunca que eso lo hicieran ya con la luz del día- mi abuela calentaba agua, la colocaba en una palangana donde ella y mi abuelo sumergían brevemente el molde con la gelatina ya cuajada para que despegara y, con un rápido movimiento, colocarla en un pedazo de los papeles encerados cortados la noche anterior.


Cuántas para la panadera y La Calandria, cuántas para don Sóstenes y doña Esperanza, cuántas para don Samuel y La Norteña, preguntaba, mi abuela, y así por cada cliente. Veinte chicas y diez grades surtidas; diez y diez; y cinco y diez, le respondía mi abuelo, mientras colocaba las órdenes en charolas que acomodaba en una jaula colocada en la parte posterior de la bicicleta en las que él salía a repartir, como lo hacia desde antes de que yo naciera y que -aun antes que yo aprendiera a caminar- me vio acompañarlo a la entrega, montado entre sus piernas en un sillín adosado al cuadro de la bicicleta, en una proeza de equilibrio, mientras él silbaba en un bucle inacabable la tonada de “Amorcito corazón”.


Todo esto volvió a emerger en mi memoria hace unos días, mientras platicaba brevemente con doña María. No sé por qué lo volví a recordar ahora. Será la edad, será que aun me siguen asombrando las personas así, como ella, como mis abuelos, que construyen sus casas de esa manera y que suelen sorprendernos con ello, bien cuando fuimos apenas unos niños, o solo cuando ya somos lo suficientemente adultos como para apreciar claramente -y a la menor provocación- los contornos de esas experiencias que de alguna forma nos definieron, mientras seguimos escuchando a la distancia los murmullos inextinguibles de aquellos días.

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