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  • Foto del escritorMario Alegre-Barrios

Lo que queda de las palabras...


CUANDO DIJE hace algunos días que escribir servía para muy poco o nada, varias personas pensaron que estaba yo tan harto de todo que no solo jamás volvería a hacerlo, sino que quizás estaba a punto de apresurar lo que a todos en su momento nos habrá de llegar. Los mensajes de aliento –que agradezco profundamente– no se hicieron esperar, pero debo aclarar que jamás pensé en dejar de escribir y tampoco en anticipar mi partida. Abandonar la escritura sería perder mucho de lo que da sentido a mi vida. Por lo que respecta al segundo asunto, solo debo decir que mi curiosidad por lo que hay en este plano es -todavía- mucho más grande que la que suelo sentir por lo que será no estar.

No me retracto: sigo pensando que esto –que escribir– sirve para muy poco o para nada pero, ante la certeza de que seguiré escribiendo, debo decir también que escribir es, no solo la mejor manera de conocernos a nosotros mismos, sino también de ordenar esa entropía externa que por momentos nos desborda y nos hace pensar estupideces como –por ejemplo- que la palabra escrita es inútil, cuando en realidad es uno de los pocos asideros para mantener la cordura y también para conocer y reconocer a los demás cuando, lo que uno escribe, mueve un resorte en esa otredad y la revela con una claridad absoluta.

Luego de escribir esa necedad –que escribir sirve para muy poco o para nada– visité el paro de los estudiantes del Conservatorio de Música. Conversé con varios de ellos y dejé que su inquietud y su rabia y su incertidumbre y su azoro y su juventud me abrazaran, intentando por unos momentos volver a tener 18, 19, 20 años y ver –con ellos, junto a ellos– cómo el presente y el futuro de esta única vida que tienen es un signo de interrogación inmenso que enfrenta con un desasosiego igualmente enorme la viabilidad de una vida cercana a sus expectativas, digna y con la posibilidad de caminar con sus hijos y sus nietos lo que muchos de nosotros ya hemos andado con los nuestros.

Y escribí sobre lo que ahí vi y sobre lo que me dijeron –y sobre lo que sé– sin juzgar si el paro era conveniente o no, aunque sí con la certeza de que los reclamos de los estudiantes son incuestionablemente tan válidos y pertinentes como –para otros– realmente incómodos.

Debo reconocer –no sin candidez– que me sorprendí con algunos de los comentarios francamente hostiles que provocó ese texto, pero después de todo comprendí que el hecho de que haya personas que piensan así es lo que ha provocado que estemos en el pantano actual. Esa sorpresa fue momentánea, sin mayor turbulencia que esa a la que ya nos tiene acostumbrados la mediocridad –por ejemplo– de la política y la televisión que se manufacturan dentro de esta isla siempre alucinante.

Decía que escribí de los muchachos del Conservatorio –como pudo haber sido de los de la iupi, no los enmascarados, sino de los otros, lo valientes, los que dan la cara– y una vez más experimenté por ellos lo que siento todos los días: un cariño que se identifica muy de cerca con el amor que profeso por mis hijos y por mis nietos, un afecto difícil de explicar pero que para comprenderlo perfectamente me basta mirarlos a los ojos, abrazarlos o escucharlos tocar con la misma pasión con la que mi hija baila y con la que mi hijo escribe. Será por eso que los veo así. No sé, será por eso.

En esta vorágine uno desarrolla maneras casi instintivas –sería pomposo e irreal decir “estrategias”– para no naufragar, para seguir navegando, para no perder la cordura y mantener el centro. Son escasas esas formas, quizás a veces solo pensar en las pocas mentes luminosas que uno conoce, en esos pocos seres a los que uno les atribuye la madurez, la inteligencia y la empatía como para considerar que con ellos no todo está perdido y que a veces aún les queda una pizca de ese optimismo que a uno mismo parece faltarle. Nunca han sido muchos y cada vez son menos…

No escribo con la aspiración de que todos estén en sintonía conmigo. Jamás. Al contrario: estoy de acuerdo con el desacuerdo, lo abrazo y busco en él razones para depurar mis percepciones y cimentar mejor la reflexión en busca siempre de tender puentes. Claro que todos tenemos –o deberíamos tener– nuestras propias opiniones, sentires que son solo resultado de la forma como cada cual procesa percepciones y pensamientos, pero que en realidad no inciden en lo que las cosas son.

De los demás, espero cualquier cosa, como esas expresiones a las que antes hice referencia. De mis amigos –que son muy pocos, solo una cantidad ínfima de todos los que dice Facebook que tengo– no. De ellos espero, sí, el desacuerdo, la disidencia, la oposición. Espero la discusión, la controversia y el debate. Lo que no espero –y tampoco acepto– es el desprecio.

Tal vez por eso dormí poco y mal. El zumbido incómodo de uno de esos comentarios de alguien a quien quiero mucho y respeto más se acostó conmigo. A eso de las 3 de la mañana terminó por levantarme y me trajo hasta aquí, adonde suelo terminar, frente a esta pantalla y a la página en blanco, como si en verdad fuese cierto que esto de escribir sirve para algo.

Escribo sobre eso, lo leo y lo releo. Lo borro. No tiene caso. Cuando vuelvo a este texto han pasado par de días. Es nuevamente de madrugada y vuelvo a terminar donde siempre, frente a este vacío inmenso en el que a veces las palabras se hacen polvo incluso antes de ser escritas. Intento convencerlas para que se queden, para que se resistan, pero es inútil. Pronto comienza a amanecer y lo único que queda es esto. Solo esto.

 
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