QUIZÁ SEAN ÉSTAS dos de las razones fundamentales del arte: obligarnos a mirarnos a nosotros mismos y desafiar el pudor con el que miramos hacia otro lado para no ver el resultado de la violencia, de la estupidez, de la indecencia, de la locura. Y digo solo quizá porque quizá no sea así, porque en realidad el arte no necesite de razones o porque simplemente hay quienes nunca verán siquiera lo obvio.
Pienso en esto mientras converso con el artista Coco Valencia, sentados en el piso de la Sala Campeche del Museo de San Juan. Pienso en esto mientras siento la mirada penetrante de su obra buscando mis ojos. Pienso en esto mientras lo escucho reflexionar sobre los antecedentes violentos, gitanos y rebeldes de esa vocación que tiene como parto más reciente la espectacularmente sobrecogedora exposición Sala de Evidencia que tiene su hogar en ese espacio hasta el 20 de noviembre próximo, en un proyecto curado por la arquitecta y profesora Yazmín Crespo.
Bautizado Eduardo pero conocido desde siempre como Coco -de padre español y madre boricua- llegó a Puerto Rico a los 4 años precisamente desde España, su tierra natal, en la primera de las muchas estaciones que su infancia habría de tener. Sin antecedentes artísticos en su familia, aquel niño que fue solía desarmar todo lo que le regalaban, intercambiaba cosas nuevas por viejas y construía el que sería su primer carro a control remoto, mientras alimentaba un gran interés por el pasado y la historia y desarrollaba su vocación por observar y crear, por reflexionar en lo que es la vida y los seres humanos.
Con una infancia y una adolescencia que reconoce también como “traumáticas y marcadas por mucha violencia”, Coco asevera que el arte de alguna manera lo salvó y lo ha ayudado “a mirar la vida desde una perspectiva más universal para sentirla y proyectarla” como lo hace ahora.
Seducido desde pequeño por la arquitectura y con estudios universitarios en esta disciplina, explica que la abandonó cuando descubrió que las artes plásticas le ofrecían la posibilidad de crear de manera más libre e inmediata, sin pensar en lo espinoso que puede ser ese camino porque ya de por sí su propia vida se había encargado de curtirle la piel y el alma.
"Crear esta instalación fue un proceso bien doloroso, porque tuve que observar imágenes muy violentas e impactantes y en el proceso establecí una empatía con lo observado... Al final de cada obra me sentí drenado, como si hubiese perdido mucho de mí, pero a la vez sintiendo que hacía un espacio en mi interior para el crecimiento, para llenarlo de otras cosas"
Coco Valencia
-En el arte encontré la manera de canalizar todo esa rebeldía, toda esa energía, toda esa emoción por lo vivido -asevera-. De ahí parten algunos de los pensamientos que enmarcan mis procesos. Creo que la violencia puede tener la capacidad de crear. Cuando hago mi obra, destruyo y creo a la misma vez.
Discípulo del pintor del pintor Félix Bonilla Gerena, con la llegada del nuevo milenio Coco ingresó en la Escuela de Artes Plásticas, donde estudio con profesores como Linda Sánchez Pintor, Jaime Suárez y Zilia Sánchez, siempre con su interés por la historia como un estímulo natural para estudiar todos los movimientos de la historia del arte y a los grandes maestros, en un intento por encontrarse a sí mismo.
Su obra dio un giro sustancial en el momento en el que comenzó a hacer una concentración en grabado con Martín García Rivera, persona que Coco reconoce como “clave” en su desarrollo como artista. De la mano de un maestro grabador como García Rivera, las obras de Coco comenzaron a experimentar notablemente “con los negativos y sus texturas” como si trabajase con la gubia del grabador, removiendo material para luego entintar la superficie.
-Esa experiencia me lleno tanto… -señala-. Cuando estudié con Martin todo lo que había aprendido hasta entonces comenzó a asentarse y dio un giro radical. En el 2011 hice mi primera exposición individual, El otro estado del cuerpo, curada por Rubén Moreira, en la que hay esa fusión, con personajes que hablan de la interacción humana, con texturas que giran en torno al grabado.
Respecto a Sala de Evidencia, Coco apunta que para crear, necesita siempre tener primero una historia. Desarrollar la que sirve de cauce para esta soberbia instalación le tomó cerca de año y medio y se cifra en la autoridad que él tiene para hablar de la violencia porque la ha “conocido muy bien”. Identificó los personajes -los diputados, los dictadores, los peones de combate- y entrevistó a amistades que estuvieron en la Guerra del Golfo, quienes le contaron cómo la guerra los convirtió en objetos, cómo tuvieron que hacer cosas de las que se arrepienten muchísimo y cómo con ello dejaron casi de ser humanos. Luego de eso, en seis meses terminó las obras de la exposición.
Un restaurante-barra abandonado de Isabela le dio la materia prima para elaborar las piezas. Coco conocía la estructura, lugar de reuniones y peleas, de encuentros amorosos y desamores, con habitaciones para alquiler en los altos y muros que hablan si se les sabe escuchar.
-Supe que iba a demoler ese negocio ya abandonado desde hace mucho tiempo y me di cuenta de que para mi proyecto funcionaba de muchas maneras -comenta-.Tenía ya el título de la exposición, Sala de Evidencia, y decidí que lo que había de madera en ese espacio se iba a transformar en parte de esta propuesta. Hay mucho de metáfora y de poesía en esto. Era idóneo usar ese lugar. Al municipio no le molestó. Fui, desmantelé las paredes y traje todo a mi taller a Rio Piedras.
Cuando aquella madera salió de ahí -al cabo de medio año- ya era era otra cosa. Era obra.
Con los objetos esbozados en su cabeza como parte de una historia, Coco no hizo dibujos de ellos, solo comenzó a construirlos a partir de la idea, a dibujar y cortar sobre lo que iba creando. La historia que quería contar se fue haciendo obra según la fue construyendo.
-El accidente no es un accidente sino una herramienta -asevera-. Tengo las ideas y busco tener la mayor libertad posible. Estudié arquitectura y eso me ayuda a imaginar el espacio, a verlo como el medio que me dicta la escala. Comienzo a dibujar en el mismo material, luego corto y armo. Esto me da mucha libertad, permite que el mismo material me guíe y, según acabo una pieza, ésta guía a la que le sigue.
Las sombras sobre muros, piso y techos de la sala son parte de la propuesta. Dice Coco que cada uno de nosotros tiene una sombra que valida nuestra corporeidad, si no seríamos entes etéreos, sin volumen ni sustancia. Cada vez que construye una obra, las aperturas que les deja son a propósito para que, cuando les dé la luz, la sombra esté surcada por espacios iluminados.
Consciente de que -una vez termine la exposición- las obras que hoy conviven podrían dispersarse con diferentes destinos, Coco dice que trata de no apegarse demasiado a ellas, que una vez las termina de alguna manera comienza a soltarlas, con la esperanza de que sigan sus propios caminos.
-Crear esta instalación fue un proceso bien doloroso, porque tuve que observar imágenes muy violentas e impactantes y en el proceso establecí una empatía con lo observado -reflexiona-. Al final de cada obra me sentí drenado, como si hubiese perdido mucho de mí, pero a la vez sintiendo que hacía un espacio en mi interior para el crecimiento, para llenarlo de otras cosas.
Y terminamos la charla como la comenzamos. Recorremos la exposición nuevamente. Coco me habla de los motivos que hay en cada una de las obras, de la enciclopedia que recibe al visitante, fragmentada en infinidad de partes, con páginas quemadas de manera controlada como metáfora del “conocimiento encarnado” que nos representa como humanidad. Aviones de guerra que sugieren crucifijos en alusión a un dios al que los bandos enfrentados ruegan la gracia de la victoria. Los diputados que se multiplican como hombres-silla, seres cojos, seres que no echan raíces y tampoco dan fruto.
-La constante de la humanidad es crear y destruir -me dice Coco casi al despedirnos-. Así es la historia de la humanidad. El fuego es, según los historiadores, el elemento clave de la evolución. Por lo que he vivido, sé cuan lejos quiero estar de la violencia.
Quizá sea ésta otra de las razones fundamentales del arte: enseñarnos también a sentir. Y digo solo quizá porque quizá no sea así, porque en realidad hay quienes jamás lo aprenderán en toda una vida.
Fotos y vídeo: Eileen Rivera-Esquilín