En ese mismo lugar -en la sala de su apartamento en Río Piedras- conversamos por primera vez hace al menos 25 años, sin imaginar que al cabo de todo este tiempo estaríamos nuevamente en ese mismo espacio, recordando aquel momento, ahora un cuarto de siglo más cerca de esa última estación a la que algún día habremos de llegar.
Desde entonces, ambos lo evocamos cada vez que ahí nos sentamos a conversar, como si fuese un mantra para que nunca sea la última vez, para que siempre haya una más, como ha sido desde entonces, apostando contra la incertidumbre y el tiempo, como ahora, justamente como ahora, cuando Ernesto -el maestro compositor y guitarrista Ernesto Cordero- acaba de cumplir 70 años y estamos tan solo a unos días del gran homenaje que la Orquesta Sinfónica de Puerto Rico y su director, el maestro Maximiano Valdés, le han organizado con el concierto Clásico y Antillano que se llevará a cabo el sábado próximo -a las 7 p.m.- en la Sala Sinfónica Pablo Casals.
La memoria suele ser amable con la persona en la que vive: difumina los años y nos hace creer que somos y nos vemos tan “iguales” como antes, como si el tiempo no existiese. Algo así sucede mientras conversamos, mientras veo y escucho a Ernesto hablar y mirar y mover las manos, así, como si fuese el mismo de aquella tarde de principios de los 90, sentado en el mismo sofá, al lado de Ilca López y Danny Rivera -para conversar de un proyecto compartido con ellos- cuando el tenía unos 46 y yo diez menos, exactamente la misma diferencia entonces que ahora, claro.
“En verdad que siento mucha satisfacción por haber llegado a los setenta con bastante buena salud, y también por tener bien a mis hijas y por seguir teniendo la música, a la que he dedicado tantos años”, dice el maestro, nacido en Nueva York -“como tantos otros puertorriqueños”- el 9 de agosto de 1946, hijo de doña Teresa Ortiz y don Ernesto Cordero -de Naranjito ella, de Isabela él- quienes fueron parte de la construcción de esa diáspora que ha hecho de la geografía nuestra algo tan vasto e inasible.
Y fue de ellos -de sus padres- de quienes el niño Ernesto -que alguna vez soñó con ser un súper héroe como Batman o Superman- comenzó a apreciar la música casi tan pronto aprendió a escuchar, porque doña Teresa era fanática de los boleros con tríos y de la salsa, y Ernesto padre, de los tangos y del repertorio clásico. También porque el abuelo materno de Ernestito era compositor de música de salón y un intérprete que -en Naranjito- solía acompañar con la guitarra a Don Jesús, como se conocía a un virtuoso del cuatro de aquel entonces.
“Nunca fui un buen estudiante en la escuela desde la elemental a la superior”, reconoce Ernesto con una sonrisa. “Y creo que no lo era porque me la pasaba soñando con el arte. Desde los 14 años comencé a sentir que mi inclinación por la música era más y más fuerte, inspirado por esas influencias tan intensas en mi familia. Al principio, yo quería ser músico de trio… me encantaba y me encantaba esa música… la bohemia, el bolero, porque la encontraba muy inteligente: los tríos hacen tres voces distintas y eso me fascinó. Como es obvio, la guitarra también me deslumbró… es un instrumento tan pequeño y a la vez polifónico que no necesita que otro la acompañe, porque hace la melodía y hace el acompañamiento. Me impactó escuchar a algunos guitarristas populares hacer ambas cosas a la vez. Luego de eso, escuché, gracias a mi padre, un disco de Andrés Segovia y eso fue definitivo. Ese sonido de la guitarra clásica me marcó y desde entonces he vivido enamorado del instrumento, sobre todo como compositor, porque profesionalmente lo dejé de tocar en 1978”.
"Concierto Antillano"
El primer profesor oficial de Ernesto en la guitarra fue el maestro colombiano Jorge Rubiano, quien daba clases en el Viejo San Juan. Por sus manos pasaron otros grandes puertorriqueños, como los maestros Leonardo Egúrbida y Juan Sorroche. “Mis padres me comenzaron a llevar a tomar clases con él y eso fue un estímulo enorme para mí”, recuerda el hijo de Teresa y Ernesto. “De ahí fui a estudiar al Conservatorio de Música de Puerto Rico y tomé algunas clases en la Escuela Libre de Música, antes de irme a España, para estudiar y graduarme en el Conservatorio de Madrid”.
A su regreso de Europa, a principios de los 70, Ernesto se incorporó a la cátedra en el Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico -“gracias al apoyo de personas como el profesor Roger Martínez y varios más”- como parte de una tradición guitarrística con una gran hondura en nuestra Isla. “Puerto Rico es un país que ama la guitarra, es un país de guitarristas”, comenta Ernesto. “El instrumento nacional -porque fue inventado aquí- es el cuatro, pero el que más se toca es la guitarra. Cuando empiezo en la universidad veo esta lluvia de estudiantes talentosos y me entusiasmo más aun con la enseñanza. Aquí hay decenas de guitarristas de primer orden y muchos de ellos pasaron por mis manos, algo que me enorgullece y me llena de profunda satisfacción”.
Su divorcio de la guitarra como intérprete profesional, fue algo prematuro…
Ernesto evoca esa inusitada ruptura como secuela insólita de un hecho que, para cualquier otra persona hubiese significado la consagración y un caminar más firme y apasionado aun como guitarrista. Y lo recuerda.
“Especialmente a mi papá le gustaba más la guitarra que la composición”, explica. “Él quería que yo siguiese tocando, pero yo ya había decidido que prefería la composición y aproveché un viaje que hice a Nueva York en 1978. Se me presentó la oportunidad de tocar en el Carnegie Hall y yo quise hacerlo por varias razones, la principal, bueno, que para mis padres era muy importante mi faceta como guitarrista. Me puse a estudiar como loco para ese recital. Y pensaba, ‘si salgo bien en este recital, dejo la guitarra. Así lo pensé, que mi padre quedaría complacido de que toqué en un sitio tan famoso como el Carnegie Hall. Le daba esa satisfacción y me dedicaba entonces a la composición”.
A la mañana siguiente de ese recital, luego de una larga noche de fiesta para celebrar el debut en esa sala -y cuando apenas comenzaba a quedarse dormido- una llamada telefónica de su amiga, la soprano Margarita Castro Alberty -quien entonces vivía en la llamada “Gran Manzana”- reveló a Ernesto que había sucedido precisamente lo que él necesitaba para dejar de tocar la guitarra: el New York Times había publicado una crítica estupenda de ese recital. Ernesto le dio ese recorte a su padre, dejó de tocar y desde entonces ha consagrado su vida artística a la composición.
Con una carrera esplendorosa precisamente como compositor que ha sido amplia y justamente reconocida, no solamente en Puerto Rico, sino también en otros lugares del mundo, Ernesto menciona que mucho de ese reconocimiento internacional se lo debe al grupo español conocido como Los Romero. “Todo empezó con Ángel Romero, cuando se entera que yo había escrito el Concierto Antillano y me dijo que le interesaba. Ya lo había grabado el guitarrista griego Costas Cotsiolis. Ángel me pidió que lo revisara y que se lo dedicara. Lo hice con mucho gusto y lo grabó aquí, en Puerto Rico y en otros lugares”, comenta Ernesto. “Luego su hermano Pepe me pidió que le compusiera una obra, algo que finalmente se concretó hace unos diez años, con el estreno del Concierto Festivo, en la reinauguración del Teatro de la Universidad de Puerto Rico. Luego de eso, Pepe lo grabó y lo siguió tocando. Todo esto, sin duda, me ha dado muchas satisfacciones”.
Emocionado con el concierto monográfico dedicado por entero a él del sábado próximo -que reúne un elenco de primer orden integrado por la OSPR y el maestro Maximiano Valdés, el violinista Omar Velázquez, los guitarristas José Antonio López y Carlos Rodríguez-Quirós, la oboísta Frances Colón, el Orfeón San Juan Bautista -dirigido por Daniel Tapia Santiago y Guarionex Morales Matos-, el barítono Ricardo Rivera Soto y la actriz Iliana García como narradora- Ernesto dice que “nada mejor para un compositor que cumple 70 años que le toquen parte de toda su música en un solo programa”.
"Miro al pasado con mucha alegría y en esa reflexión me siento muy tranquilo porque nunca perdí el tiempo, porque trabajé mucho, porque compuse todo lo que pude, porque tuve el apoyo y el cariño de artistas de aquí y de afuera”
Ernesto Cordero
Para él este concierto es “un regalo de por vida”, el regalo más querido que he recibido”.
“Porque lo toca la orquesta del estado, la orquesta nacional, y recibe el apoyo de WIPR para utilizarlo para la recaudación de fondos (para su antena) algo que es tan importante para la música clásica”, asevera. “Simplemente me encanta. Estoy yendo a WIPR desde que tenía 16 o 17 años y acompañaba a (Edgardo) Gierbolini cuando cantaba. Es una emisora que amo y que, quienes nos movemos en el mundo clásico, amamos. En la medida de que podamos contribuir aunque sea un mínimo me da una satisfacción enorme”.
Ernesto recuerda que el maestro Valdés lo llamó por teléfono para hablar con él para explorar las posibilidades de estrenar el Concierto para oboe y orquesta que escribió como parte de una comisión hecha a partes iguales por la doctora Frances Colón -quien será la solista en la premier del sábado- y la OSPR. “Max me dijo ‘qué prefieres, que se haga como parte de un concierto en agosto o en uno de septiembre’, y yo le dije que mejor en agosto, porque ese mes celebraba mi cumpleaños. Cuando le comenté que eran 70, exclamo, ‘¡ah!, pues esa es una edad que hay que celebrar’. Y antes de colgar me dijo que le dejara todo a él, que él se encargaría… mi más profundo agradecimiento a él y a todos los grandes artistas que participan en el concierto”.
Y hablamos de lo que puede significar este homenaje y lo que hay a su alrededor, más allá de criterios y consideraciones eminentemente musicales, como una metáfora de lo que puede ser eso tan abstracto a veces que es “hacer país” a partir del encuentro en la música con un maestro como él, emblemático, en un momento en el que Puerto Rico enfrenta los más grandes desafíos de su historia moderna, el desafío de estar de pie, el desafío de que su gente se una, el desafío de salir adelante, el desafío de ser.
“Un concierto como este es un ejemplo de lo que estimula a los creadores puertorriqueños”, dice. “En este programa hay artistas que son ejemplo del talento que tenemos en Puerto Rico, un talento que participa de una manera muy genuina y desinteresada, prácticamente sin cobrar. Hay tantos solistas que de otra manera tendría un costo enorme. Eso dice cuán solidario puede ser el pueblo, en este caso el musical, en medio de condiciones adversas como las que vivimos. Este concierto es un apoyo a lo nacional”.
Y que esto se haga para un artista del calibre de Ernesto, en vida y con salud, es muestra de lo que hay que hacer si se quiere honrar a figuras con trayectorias similares a la de este maestro, cuando aún esos creadores están en plenitud y no después, cuando ya no estén o estén un poco sin estar…
Y entonces él dice que este concierto “es muy estimulante”, que lejos de ver los 70 “con pesimismo”, que le da “un ánimo tremendo”, porque “cuando ese reconocimiento es nacional, cuando lo da el país de uno, es más estimulante e importante que el hecho de que mis obras sean tocadas por las mejores orquestas del mundo”.
"Miro al pasado con mucha alegría y en esa reflexión me siento muy tranquilo porque nunca perdí el tiempo, porque trabajé mucho, porque compuse todo lo que pude, porque tuve el apoyo y el cariño de artistas de aquí y de afuera”, asevera. “Ahora escribo con un poquito más de calma, sin tanta prisa. Todo lo pienso y lo analizo un poco más. Este tiempo que tengo ahora, a los 70, de manera increíble es más beneficioso y efectivo que cuando era más joven. Es ésta una edad maravillosa y la estoy pasando muy bien”.
Y nos despedimos. Y le digo “gracias, Ernesto, ojalá que dentro de diez años estemos conversando nuevamente aquí, en este mismo lugar, para celebrar tus 80, y recordemos esta charla, como recordamos siempre la primera”.
“Ojalá…”, le vuelvo a decir y sonrío.
“Ojalá…”, repite él y sonríe.
(Fotos y vídeo de Ernesto Cordero, cortesía de WIPR)