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  • Foto del escritorMario Alegre-Barrios

Fantasmas en una noche sinfónica no tan “fantástica”



LA NOCHE DE AYER comenzó la 65ta. temporada de la Orquesta Sinfónica de Puerto Rico y eso siempre es una buena noticia por lo que esta institución significa, no “para el país” que eso muy vago y ambiguo es —las masas siempre lo son y más en una tierra como la nuestra— sino para quienes atesoramos la buena música —la de verdad, conste— como un bien de alguna forma indispensable e irremplazable en nuestras vidas.


Desde hace 46 años, cuando llegue a Puerto Rico, la OSPR ha sido parte de mi camino —mucho tiempo desde lo profesional también— y en ella hay y hubo personas que aprecio genuinamente tanto en lo personal como en lo artístico y por razones obvias, durante mucho tiempo, asistí regularmente a buena parte de sus conciertos y también a sus ensayos, que es donde se cincela nota a nota lo que en la noche de la función se percibe como algo nacido así, tal como se escucha, cuando la verdad es que es fruto de ese proceso previo arduo y repetitivo, hasta acercarse lo más posible a lo que la partitura señala y a lo que se intuye fue la intención del compositor.


Hablo en pasado de mi asiduidad a los programas porque de un tiempo para acá —no sé aún con certeza la razón— decidí ponerla en pausa y buscar otras maneras de satisfacer esa necesidad musical, quizá sacrificando la experiencia de presenciar música sinfónica en vivo, pero ganar con la experiencia de escuchar desde mi hogar —y por vías alternas— otras obras menos transitadas localmente de ese repertorio.


No obstante, el programa de anoche me sedujo: volví a la Sala Sinfónica Pablo Casals, espacio cuya acústica ha sido siempre una cuesta demasiado empinada de escalar para interpretar y escuchar obras como la “Sinfonía fantástica” de Hector Berlioz, que —sin duda— fue el atractivo principal para buena parte del público que ahí se dio cita, sin llegar a llenar la sala, con varias butacas vacías en las partes laterales del segundo nivel así como en la parte posterior del primero.


“Ceremoniales”, del maestro Carlos Cabrer —estrenada en 1983 y que conserva una frescura innata, evocadora del espíritu festivo con la que su autor la gestó— fue la obra con la que se inició el programa, bajo la batuta del maestro Maximiano Valdés, quien ya lleva casi quince años como director de la OSPR.


Dividida en tres partes —“El festival de las luces”, “Los rituales del pitirre” y “La ceremonia del retorno”— la pieza es un excelente ejemplo del talento de su autor, con una riqueza melódica y armónica que fue expresada de manera prístina y elocuente por las diversas secciones orquestales, con especial énfasis en las cuerdas y la pluralidad de instrumentos de percusión, con sonoridades muy refrescantes y no tan habituales el repertorio de la Sinfónica nuestra.


La segunda obra —el “Concierto en la mayor para clarinete y orquesta, K. 622”, de Wolfgang Amadeus Mozart— tuvo en el maestro Ricardo Morales a un excepcional solista, acompañado por un grupo orquestal más reducido, a tono con las dimensiones instrumentales de esta bellísima hechura mozartiana y cuyo segundo movimiento comienza con uno de los pasajes para clarinete más hermosos jamás compuestos.


El maestro Morales demostró ese virtuosismo ya proverbial que lo hermana artísticamente con otros miembros de familia, con una digitación prodigiosa y una respiración tan robusta como precisa, tanto en los diálogos con la orquesta —muy bien manejada por el maestro Valdés— como en sus solos, para redondear una interpretación de gran factura merecidamente premiada por una entusiasta ovación.


Luego del intermedio, aparecieron los fantasmas, no solo los que sugiere el viaje opiáceo del joven en cuya frustrada historia romántica Berlioz retrata su propio mal de amores —y que plasmo en su “Sinfonía fantástica”—, sino también los de la Sala Sinfónica Pablo Casals, inherentes desde la concepción a una arquitectura cuyas enormes deficiencias acústicas frecuentemente hacen naufragar con su estridencia la fidelidad de lo que la orquesta interpreta.


Esto es más notable aun con obras como el opus 14 de Berlioz, rico en sonoridades grandilocuentes de considerable efusión tímbrica que se acentúan en los dos movimientos finales, “Marcha al suplicio” y “Sueño de una noche de aquelarre”, donde el balance sonoro entre las cuerdas y las maderas con los metales y la percusión se convierte en estridencia que solo satisface a quienes piensan que esos excesos son propios de la obra y que merecen gritos y aplausos a rabiar, como manifestación quizá de que acaban de escuchar algo “magistral” (adjetivos así nunca faltan) y que son conocedores incuestionables de lo que es el canon sinfónico.


Algo así sucedió anoche con la obra con la que culminó este programa, realidad que no puede ser atribuida a la orquesta sino a lo que esa sala es: demasiado ruidosa, incómoda, con lugares cuya visibilidad es igualmente mala… pero qué le vamos a hacer, es “nuestra” sala, es lo que hay y con eso la Sinfónica y su público tendrán que seguir viviendo.


El final de la noche de ayer con la Sinfónica para mí no fue tan “fantástico” como hubiese deseado. Hace unos años le dije al maestro Rafael Enrique Irizarry —director asociado de la OSPR y mi amigo, en la coyuntura de otra noche con esta obra— que estaba yo ahí porque la pieza me encanta y que, sin importar cuántas veces la hubiese escuchado en vivo, hacerlo una vez más era inevitable, ya que —como suele pasar en la vida— uno nunca sabe cuándo sería la última vez.


Luego de anoche, ahora quizá sí lo sé.

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