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  • Foto del escritorMario Alegre-Barrios

El día de pesadilla en que me convertí en “periodisto”



ESTOY DE NUEVO EN la Redacción que ya no existe del diario en el que trabajé por casi 25 años.


Es el mismo “newsroom” donde pasé mi última etapa como editor y que coincidió con el ocaso de ese ingrato y vital quehacer periodístico, no solo como filtro de calidad para lo que habría de publicarse, sino también como recurso insustituible en la formación de reporteros que solían tener en esa figura —la del editor— un mentor que —a su vez— era también una suerte de contrapeso a la arrogancia con la que muchos jóvenes salen de las universidades a los medios de comunicación y que los hace sentir que son los nuevos García Márquez del oficio.


Estoy —repito— ahí, de regreso a mi oficio, al de siempre o al menos al de los últimos 33 años, porque el de antes no era mío sino de las circunstancias. Estoy de vuelta al periodismo, a lo que siempre me ha gustado hacer aun antes de vivir de ello, a lo único que se hacer de una manera más o menos digna, a escribir, a contar historias, a reflexionar el mundo, a tratar de interpretarlo, a Intentar tender puentes con las palabras, no para tener la razón, sino para no tenerla y seguir buscándola.


Llevo varios años alejado de ese ambiente en el que cada día se empieza casi de cero, donde a diario se tiene la responsabilidad inmensa de elegir qué contar y cómo hacerlo, desde —presumiblemente— la conciencia de que eso constituye un elemento de juicio muchas veces determinante para el lector.


Mientras contemplo y asumo nuevamente ese ritmo de urgencia que toda sala de noticias tiene según se acercan las horas escalonadas de cierre, recuerdo mi llegada al diario en mayo de 1989, cuando mi oficio en ese momento tenía que ver con los números y salté al periodismo para no morir de hastío e insatisfacción.


Poco antes, mientras espero en el vestíbulo, por un momento me parece ver fugazmente a varias de las personas de aquellos días —algunas mucho más queridas que otras, claro— como Gloria Leal, mi primera jefa y editora y a quien debo esa oportunidad que cambió radicalmente mi vida, cuando me aceptó en su sección pese a mi nula formación académica como periodista.


La nostalgia es así, dicen, que nos hace presentes a los ya no están cerca y por eso mi extrañeza al creer que he visto a Gloria asomarse por uno de los ventanales del segundo piso, donde estaba nuestra oficina, tan llena de humo siempre en una época en la que aún se permitía fumar en espacios cerrados, el periodismo bien hecho era posible y el Internet aún no existía.


Estoy ahí para cumplir un encargo: escribir un artículo de opinión sobre los desafíos de las instituciones culturales ante la quiebra gubernamental y los recortes presupuestarios establecidos por la Junta de SuperControl Fiscal.



¿Por qué fui personalmente a la vieja Redacción ya inexistente? No sé, pero el caso es que estoy ahí, en medio del zumbido de las conversaciones de media tarde, tecleando con urgencia, con breves pausas para ordenar ideas, afinarlas y seguir escribiendo, con el pulso acelerado, mirando de reojo el reloj en mi muñeca y temiendo que en cualquier momento me llame el editor para pedirme la nota.


Término con el tiempo suficiente para revisar el texto, ajustar el ritmo con una palabra más aquí y otra menos allá, y prevenir al máximo alguno de esos errores que, de burlar los puntos de cotejo siguientes, se convierten al día siguiente en motivo de inmisericorde auto flagelación.


Otra nota de tantas que he escrito, pienso, miles sin duda, y nunca es una más, siempre es la que en ese momento me importa, como si fuese la primera, como si fuese la última, que uno nunca sabe.


Suena la extensión. Es el editor. “Venga un momento por favor, señor Alegre, para hacerle unos cambios a su nota”, me dice, con esa cadencia chilena tan particular que nunca he olvidado, la misma con la que 14 años antes —exactamente el 14 de febrero del 2008, en la Redacción provisional en la que estuvimos durante un par de años en uno de los edificios al otro lado de la avenida— me dijo: “con su vocación no va a pagar su hipoteca, colega”, al anunciarme mi cambio fulminante e irrevocable a otra sección del diario totalmente ajena a mis afectos y experiencia.


Sobre su escritorio tiene una versión impresa de mi artículo, con varias palabras marcadas en rojo y sus enmiendas escritas a mano, no como sugerencias, sino como orden inapelable, según me informa, a tenor con una nueva política editorial que hace, del lenguaje inclusivo, mandamiento al que debemos ceñirnos desde ese momento todos los “periodistEs” —juro que así me lo dijo— que trabajen para el diario, no solo al escribir, sino también en nuestro hablar coloquial dentro de los predios de la empresa.


—Así las cosas señor Alegre —me dijo— de ahora en adelante, no solo incorporará a su prosa la diferenciación mandatoria de género ya establecida “vox populi” que, por ejemplo, exige referirse a “niños”, “niñas”, “niñes”, “niñxs” y “niñ@s”, como forma plural sustituta del genérico “niños” y será “todas”, “todos”, “todes”, “todxs” y “tod@s” en lugar del hasta no hace mucho inofensivo y abarcador “todos”, sino que también deberá cambiar por “o” la “a” de oficios terminados con esta última vocal de manera igualmente genérica y evitara pluralizarlos con la “a” antes de la “s”, sustituyendo esa vocal por “e”, “x” o “@”, en ambos casos para reconocer igualmente el derecho de los varones a no sentirse ofendidos cuando se les vincula a quehaceres cuyos nombres son neutros pero finalizados en “a”.


—Es decir... —comencé a decir sin tiempo aún de molestarme—. Es decir —me interrumpió— que de ahora en adelante, además de atender los urgentes reclamos tan en boga, nos anticiparemos a las posibles incomodidades masculinas y de la comunidad LGBT y, por ejemplo, cuando usted se refiera a un varón que se gana la vida tocando la trompeta, el piano, el arpa, el violín o la flauta, por ejemplo, escribirá “trompetisto”, “pianisto”, “arpisto”, “violinisto” o “flautisto”, ¿me entiende? Y —siguiendo con el ejemplo— cuando se refiera a un grupo de individuEs (literal) con representación femenina y masculina que toquen esos instrumentos, se referirá a ellEs (juro de nuevo que usó así ese pronombre) como “trompetistes”, “pianistes”, “arpistes”, “violinistes” y “flautistes”. Finalmente, señor Alegre, si algunE de esEs personEs (juro una vez más que así lo dijo) es de algún otro género, cambiará la “o” del singular y la “e” del plural por las impronunciables “x” o “@“, ¿está claro, colego”, remató, demostrando con el masculinísimo giro su compromiso absoluto con las nuevas normas.


—Pero señor —intenté argumentar— el gobierno argentino acaba de anunciar que estará prohibido el uso del lenguaje inclusivo en las instituciones educativas del país vecino al suyo, en cumplimiento de lo que señala al respecto la Real Academia de la Lengua Española…


—¡Al carajo los argentinos, señor Alegre!— me respondió con un puñetazo sobre el escritorio—. ¿Cómo se le ocurre que me va importar lo que se les antoje hacer a esos adoradores de Maradona? ¡Por Dios! ¡Y al carajo también la dinosáurica Real Academia de la Lengua Española! Por favor, no me venga con esos argumentos…


—No se trata —le respondí con una calma insólita en mí— de que la prohibición en sí disuada de usar el lenguaje inclusivo a quienes deseen hacerlo, lo que es importante para mí es que su uso no sea obligatorio para quienes pensamos que es una estupidez mayúscula que entorpece el fluir de las ideas, que a veces resulta —según usted mismo ha dicho— impronunciable y que es, como dice mi amigo, el escritor Jorge David Capiello, otro ejemplo más de “el placebo de las luchas simbólicas”.


La tarde avanzaba y con ello la hora de cierre.


—Pues usted dirá, “colego” —me dijo con impaciencia y alargando brevemente la “o”— hace las correcciones que le ordeno o su artículo no se publica.


—Pues no se publica —le respondí con firmeza, mientras rompía yo las páginas y se las tiraba de nuevo al escritorio—.


—Pues se va al carajo usted también, señor Alegre…


En reciprocidad iba a mandarlo aun más lejos, algo que sin duda hubiese ocurrido si tan solo hubiera tardado un minuto más en despertarme.

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