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Foto del escritorMario Alegre-Barrios

Fallece Toño Barasorda, apasionado de la vida, del canto y del talento joven


BAJO UNA INTENSA LLUVIA me llegó la noticia hace un rato... así de categórica, sin espacio para el equívoco, sin oportunidad para el error: “Falleció Barasorda. Está confirmado. Causas naturales, hace unas dos horas, en su casa. No tengo más”. Fue por Facebook, de parte del maestro Rafael Enrique Irizarry.

“Carajo, murió Toño”, me dije, no con incredulidad pero sí con esa cierta sorpresa absurda que nos provoca la muerte de alguien cercano y querido, como si por alguna extraña razón pensáramos que aún no es el momento de la partida, en especial cuando se ama tanto la vida y queda tanto por hacer.

“De causas naturales”, me dijo el maestro Irizarry y por un rato me quedé pensando en esas razones, que por naturales, no tienen remedio, que suelen llegar de tanto vivir, de tanto estar aquí, de tanta pasión por lo que se hace, en fin, por cumplir el ciclo que a cada cual nos toca en este espacio tan corto que apenas es un resplandor fugaz entre dos oscuras eternidades.

Mientras releía el mensaje, recordé la primera vez que supe de Toño, cuando el gran tenor fue parte del elenco del concierto con el que en abril de 1981 fue inaugurado el Centro de Bellas Artes Luis A. Ferré, sin imaginar —por supuesto— que 36 años después iba a recordar aquel programa con un sentimiento de agridulce nostalgia y a intentar escribir algo, no para Toño, porque —como he dicho antes y aunque parezca que así es— realmente nadie escribe para los muertos, sino para uno mismo y para al resto de los vivos, para hacer la despedida menos triste, para compartir el pesar con los que nos quedamos de esta lado algún tiempo más y poner distancia con nuestra propia futura partida, esa que nos hace un gesto cada vez que alguien cercano, que alguien querido, muere, sobre todo cuando esa muerte —como la de la mayoría de los seres que se atesora— es inoportuna, a destiempo, prematura.

Reflexiono en la muerte “por causas naturales” de Toño y pienso que esa sea quizá sea la mejor forma de marcharse... súbitamente, sin avisar, sin despedidas, quizá acaso desde la conciencia de ese murmullo que cada mañana nos dice que podría no haber otra y que el vino que se tome y la canción que se cante y el amor que se exprese ese día pueden ser también los últimos.

Conocí a Toño desde su pasión por la música, desde su amor por Lola y la ópera, desde su vocación por la vida, desde su profundo compromiso con los jóvenes cantantes que —al igual que él— apuestan su futuro a esa vocación. Si bien fue un triunfador incuestionable como cantante con huellas en las mejores salas del mundo, estoy seguro de que lo que acompañó a Toño hasta su último aliento hace apenas unas horas fue la satisfacción y orgullo enormes por esa siembra cotidiana en las voces de las decenas de jóvenes que alimentan la ilusión de convertir el sueño en realidad.

Nadie se pudo despedir de Toño y su muerte “de causas naturales” nos vuelve a enseñar que hay que vivir cada día como si fuese el último. Estas pocas palabras no son para decirle adiós a Toño, porque —reitero— los que se marchan para siempre ya no nos leen, sino para los que nos quedamos, en especial para esos jóvenes cantantes a quien este hombre enamorado de la vida y del canto dedicó lo mejor de sus últimos años. A ellos les toca perpetuar ese legado.

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