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  • Foto del escritorMario Alegre-Barrios

Luminosa la dicotomía existencial de 'El paisaje y su sombra'


POR EDGARDO RODRÍGUEZ JULIÁ / ESCRITOR INVITADO /

"El paisaje y su sombra 
(la canción de arte puertorriqueña)" / 
Ilca López - mezzo soprano
 y Diana Figueroa – piano
 / Composiciones de Leonardo Egúrbida, Héctor Campos Parsi, Roberto Sierra, Luis Antonio Ramírez, William Ortiz y Ernesto Cordero.

ESTE DISCO, de la mezzo soprano puertorriqueña Ilca López, es un acierto en su concepción y un lujo en los detalles. Destaco como primer acierto la selección y orden de las canciones, estas composiciones por compositores cultos puertorriqueños, basadas en textos poéticos de nuestra mejor tradición literaria. Justo porque la canción de arte tiene como punto de partida poemas de escritores consagrados, su composición e interpretación son siempre homenajes a una tradición, tanto musical como literaria.

Como describir cualquier música siempre es arriesgado para un escritor, prefiero que lean los apuntes para este disco de Luis Hernández Mergal —magnífico pianista y exrector del Conservatorio de Música de Puerto Rico— sobre los aspectos musicales del mismo. Aquí me dedicaré a comentar la estética literaria del disco, cómo la selección, el orden y repetición por distintos compositores de los mismo textos poéticos, convierten a este disco en una aportación única a la tradición de la canción de arte puertorriqueña.

Siempre me ha resultado curioso que la tradición de nuestra canción de arte se ocupe principalmente de textos poéticos de nuestro criollismo. Es como si esta tradición musical se hubiese ocupado más de las bellezas de nuestro paisaje que de nuestros conflictos existenciales y urbanos. En este disco hay una apropiación de estos opuestos, para nada contradictorios. De ahí su título, "El paisaje y su sombra", porque la música y los textos oscilan entre esos paisajes y paisanajes, ensoñados por el criollismo de Lloréns Torres, y esa interioridad de nuestra poeta existencialista por excelencia, Julia de Burgos.

En el propio compositor Roberto Sierra —nuestro más aclamado compositor a nivel internacional, y quien le dedicó el ciclo Julia a la voz de nuestra cantante— se evidencia este juego entre las luces deslumbrantes del paisaje y las sombras de la intimidad. El ciclo de Roberto Sierra dedicado a las décimas de Luis Lloréns Torres, los ciclos de Héctor Campos Parsi y Luis Antonio Ramírez vislumbran los paisajes de la antillanía. El ciclo de Sierra dedicado a Julia de Burgos, las composiciones de Leonardo Egúrbida y William Ortiz, El viaje definitivo de Ernesto Cordero, testimonian ese aspecto ya más íntimo, donde se manifiesta cierta objetivación del paisaje como correlato objetivo, símbolo o representación, de una vida interior en conflicto.

En estas oposiciones podemos constatar no solo la temática del disco sino sus distintas voces, tonos y subtonos, es decir, sus matices interpretativos, porque aquí el orden de los ciclos, también la repetición de varias canciones en sus variaciones, según cada compositor, conforman el entramado de algo que, en su valor dramático, llamaríamos “operístico”. Ilca López, quien ha reflexionado mucho sobre el valor y la dificultad interpretativa de la canción de arte, siempre ha subrayado ese dramatismo intrínseco a este tipo de canción, como si ésta, en sus mejores ejemplos, a veces representara un recitativo, o un aria en que se manifiesta el conflicto, o la ensoñación, de algún personaje. Nos dice Ilca que cuando está bien compuesta, la canción de arte es una pequeña ópera, en miniatura, por así decirlo.

Daré algunos ejemplos de esto, refiriéndome a las versiones de dos compositores —Egúrbida y Sierra— sobre un mismo texto, "Cantar marinero", de Julia de Burgos. En la primera versión, la de Egúrbida, el énfasis está puesto en un lirismo evocativo de la anchura del mar, la melodía con sus largas líneas armónicas insinúa el horizonte, y la identificación de la interioridad de Julia de Burgos con ese mar, con la singladura que representa la vela, su travesía marítima.

La composición sugiere el paisaje, la luz del mar. La voz de Ilca López resulta brillante en esta tesitura más aguda que grave. En la composición de Sierra el acercamiento musical es distinto, y también la interpretación que hace el compositor de los mismos versos. El dramatismo operístico y a la vez “cantabile” de la composición de Sierra, la plenitud del registro mezzo de López —también el acompañamiento de piano por Diana Figueroa, impresionista a veces y otras disonante, como si éste acentuara como testigo, a la vez próximo y distante, un conflicto en el interior de ese paisaje marino—, nos evoca el poema "El llamado", de Luis Palés Matos, aquel poema sobre la anchura del mar y una vela, que significa la premonición de la muerte. Ambos poemas hablan de la extrañeza del mundo como seña del llamado de la muerte, la extinción inminente del amor como vitalidad, eros. En esta canción de Sierra el énfasis está puesto, sin embargo, en lo interior, en lo existencial; la angustia, más que la euforia, es el sentimiento que prevalece. Y esa angustia es mortuoria, fúnebre; se trata de la despedida, o como versificó Palés con un dramatismo también urgente: “Estoy frente al mar y en lontananza se va perdiendo el ala de una vela/ va yéndose, esfumándose y yo también me voy borrando en ella.”

En Interrogaciones el lirismo dramático que escuchamos en Egúrbida se convierte en gran ópera cuando escuchamos la desgarrada versión de Sierra. La interpretación de López aquí es más conflictiva y oscura, más hacia adentro, en todos los matices de la voz de mezzo; las disonancias del piano acentúan la urgencia del conflicto.

"Muerta" tiene variaciones parecidas. De nuevo vemos esta contraposición entre lo más externo —el paisaje y el paisanaje, las insinuaciones de amoríos campesinos— y lo que éstos representan para la interioridad. En "Muerta", según la versión de Campos Parsi, el énfasis está puesto en un lamento por la pérdida de la amada. La voz de López se mantiene en el registro del llamado “passaggio”, con mayor gravedad que brillantez en los agudos. En el caso de Sierra, la muerte de la amada es un diálogo, en buena parte del registro mezzo, oscuro y dramático, con la extinción terrenal que conocerá todo ser humano; en el primero el efecto es conmovedor, en el segundo, de nuevo, el efecto es operístico, casi solemne, en la voz de López. Con una especie de melisma final, o sucesión de notas sobre una misma vocal que nos recuerda el “cante jondo”, es una especie de quejido, saeta lanzada al mismo sentido trágico de la vida que nos señaló Unamuno.

La canción de arte se convierte nuevamente en un pequeño drama, ópera en miniatura, esa aria en actitud reflexiva; se establece una tensión conflictiva entre algo que ocurre —la muerte de la amada— y nuestra angustiosa reacción ante ese hecho. En una versión el énfasis está puesto en el patético reproche, en la otra, más oscura, se acentúa lo irrevocable de la muerte, el desconsuelo ante lo irremediable. En una versión se acentúa el amor de cara a la muerte, en la otra es la muerte nuestra seductora final, y definitiva.

"Madrugada" es otro ejemplo de estas variaciones musicales sobre un mismo texto poético. La versión de Campos Parsi posiblemente está más cerca del tono poético de Lloréns. En esa décima que es la expresión de un concetto de amor, en que las miradas de los amantes coinciden en el cocuyo de la palma, se expresa un alborozo al cual Campos Parsi le añade gracia. La voz de López nos transporta hacia la alegría que culminará la búsqueda de la mirada. La versión de Sierra respira dramatismo, hasta casi la solemnidad de la gran ópera; aquí la voz de López comunica más añoranza, ausencia, que la certeza de un encuentro. A pesar de cierto impresionismo musical en el acompañamiento del piano —que equilibra la gravedad—, el efecto es casi elegíaco; la voz de López matiza significaciones en cada uno de los versos. Es como si visitáramos por primera vez esos versos tan conocidos.

Como podemos ver, la canción de arte obliga a un diálogo entre compositor y texto, en que los significados pueden recibir variaciones según los matices con que se interpreta la palabra. La música sería entonces una interpretación, siempre oblicua, indirecta, sugerente, de la soberana parola, en que el compositor acentuará alguna significaciones sobre otras. De la misma manera en que la lectura de un mismo texto produce distintos matices interpretativos, según el lector, aquí el significante musical ocurre como lectura de un significado literario; lo que el compositor lee es lo que acentuará la armonía, los ritmos y las melodías. Así, de esta manera, la canción de arte sería una reflexión musical en torno a un poema. En aquel dilema siempre vigente entre la música y la palabra, la canción de arte adjudica a favor del significado literario.

El acento oscilante entre paisaje y “sombra” cobra en la canción de William Ortiz, "Sur de Salinas", un equilibrio perfecto entre el paisaje externo como correlación objetiva y el paisaje visionario, interior. Es una canción que habla de añoranzas interiores y lontananzas, marcadas en el paisaje por una cautivadora melodía introductoria “que desciende del paisaje por este sur de mi isla”. La voz de la cantante, tan distante y oscura en la queja, asume cada significado de esos versos con un dramatismo no exento de misterio, a la vez que comunica dulzura. De nuevo reaparece ese ingrediente “melismático” en "El son que trae el viento". Es como si la canción de arte puertorriqueña tuviese siempre presente ese dejo español, la evocación del cante jondo y las raíces árabes.

Son dos composiciones poéticas, la primera de Nimia Vicéns y la segunda de Félix Rivera Guzmán, que casi ilustran el título del disco. "La Canción hacia adentro", de Julia de Burgos, con música de Roberto Sierra, es en sí una interpretación dramática, casi programática, del cuadro que sirve de carátula al disco, "El tocador", de Myrna Báez. La música de Sierra penetra con su complejidad y textura densa en el paisaje interior y visionario del poeta, donde se alcanzan praderas y montañas a la vez que la emoción permanece sumida en los más íntimo. La voz de López se vuelve, de nuevo, dramática y elegíaca; su voz flexible es capaz de matizar ese urgente diálogo con ella misma. El piano de Figueroa, con sus toques leves y graves es protagonista, testigo y coro. En "El viaje definitivo", del compositor Ernesto Cordero, el lirismo, que acentúa el desgarrador sentimiento de perplejidad ante nuestra propia extinción, y el curso imperturbable del mundo, se cumple en ese quejumbroso melisma, cantar hondo con que el disco finaliza, y que nos recuerda de cómo la conciencia —lo único que tenemos— también es una mirada a la exterioridad del mundo, el tiempo, la naturaleza. Todos nuestros paisajes deslumbrantes contienen la sombra de la extinción, parece decirnos Juan Ramón Jiménez y Ernesto Cordero. Es la saeta siempre disparada al corazón de nuestra dolorosa condición humana. La voz de López, en toda su brillantez y apasionada urgencia, recala, después de las notas finales y mortuorias del piano, en una contenida y quejumbrosa aceptación del destino.

En los años cincuenta, 1959, y siendo Myrna Báez una artista joven, ilustró la carátula de un disco de canción arte interpretada por María Esther Robles. En la carátula aparece un gallo en pleno cantío. Vivíamos en aquel entonces el nacionalismo musical puertorriqueño; el énfasis necesariamente estaría puesto en el paisaje y el paisanaje. Casi sesenta años después, Ilca López publica este disco de canción de arte puertorriqueña también con una carátula de Myrna Báez, esta vez el sorprendente lienzo "El tocador". Nada mejor para ilustrar el título y el espíritu del disco, "El paisaje y su sombra"; ahí vemos nuestra luz cremosa que inunda la campiña radiante; acá aparece una mujer frente a un tocador —podría ser Julia, Myrna o Ilca— en un rincón de sombras que sería la objetivación pictórica de lo que ocurre en la interioridad de la mujer; es un momento de introspección, posible reflexión, quizás angustia. En los trópicos tristes siempre estamos llamados a la dicotomía entre ese paraíso ventana afuera y nuestra zozobra interior, algo tan propio del existencialismo como del feminismo, y que aquí, en este disco extraordinario, bien que resultan indiferenciables.

Edgardo Rodríguez Juliá

En Guaynabo, a 13 de septiembre de 2016

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