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  • Foto del escritorMario Alegre-Barrios

Nuestra 'salsa gorda', la exposición 'Rhythm and Power', Museum of the City of New Y


POR EDGARDO RODRÍGUEZ JULIÁ / ESCRITOR INVITADO /

EL MUSEO DEL BARRIO, en la Quinta Avenida, Calle 104, fue el primer museo de la comunidad puertorriqueña en Nueva York. En estas calles del este de Manhattan comienza el Harlem Hispano. Esta no es la Quinta Avenida del Hotel Plaza; aunque seguimos en la llamada “milla de los museos”, estamos en una frontera, la del mundo WASP niuyorkino y la comunidad hispana y puertorriqueña. El que se haya montado esta magnífica exposición en el Museo de la Ciudad de Nueva York, justo al lado del Museo del Barrio, ya es un “empoderamiento”, algo así como un gesto de justiciera validación en el llamado “mainstream” de la ciudad. Quizás de ahí el segundo término con que se titula la exposición; la referencia al “Power” es una especie de transgresión carnavalesca, justo como ese Desfile Puertorriqueño que todos los veranos invade la Quinta Avenida. Hace veinte años esta exposición se hubiese montado en el Museo del Barrio, como manifestación cultural de la minoría hispánica; hoy proclama —en parte por la globalización de la Salsa— la conquista de un espacio dedicado a la historia oficial de la ciudad.

Nos recibe una enorme foto de la cantante puertorriqueña por excelencia de los años cuarenta y cincuenta, la negra de Ponce, Ruth Fernández. Ruth era guarachera y bolerista. Aquí aparece cantando con un “big band”, posiblemente de principios de los cincuenta. La orquesta era la del Club Caborrojeño, uno de los clubes sociales puertorriqueños más antiguos de Nueva York. Ya con esta fotografía tamaño mural se nos anticipa que viajaremos de la guaracha a la Salsa, de las lentejuelas del Club Caborrojeño a los tuxedos y trajes “continentals” del Palladium, hasta llegar a ese salón de baile donde la disquera Fania denominó la Salsa en 1971, el concierto del Cheetah, lugar legendario para un particular sonido, entonces abrasivo y feroz, de esa antillanía musical que se fraguó en los salones de baile niuyorkinos. Cuando llegamos al Cheetah ya habíamos asumido los modos contestatarios de la ciudad, preferíamos los zapatacones y los peinados afros a las chaquetas y las faldas can-can.

Un mural hace alusión al “empoderamiento” que significó la salsa para la comunidad puertorriqueña de Nueva York. Para esa emigración que comenzó su mudanza a los “niuyores” desde los años veinte, fenómeno migratorio que culminó en los años cuarenta y cincuenta, la música antillana ha sido una de las señas de su identidad, tan definitoria como la pobreza, la marginalidad social y el prejuicio racial que encontró en el Norte. La Salsa se desarrolló paralela a la progresiva reivindicación de la comunidad puertorriqueña a través de la protesta política. Es la música de nuestra gran ciudad, que ya también es puertorriqueña y latinoamericana, donde se habla español en casi todos sus rincones.

En el piso de la exposición se destaca otro detalle de novedosa imaginación museográfica: Es un esquema que pisamos —cual bailadores—, donde se traza la trayectoria de la Salsa, desde la zarzuela hasta la bomba y la plena, pasando por el guaguancó y el boogaloo que popularizaron Joe Cuba y Cheo Feliciano, que bailé en los llamados “bailes de marquesina” clase media durante los años cincuenta. Ese mambo-jazz ejecutado por Tito Rodríguez lo recuerdo de un concierto en el centro comercial de la Avenida 65 de Infantería, yo adolescente y recién mudado, de pueblo chiquito, a San Juan; la salsa siempre fue música híbrida que testimonió la mudanza, la emigración y la confusión de lenguas, tanto las del habla como las de la cultura.

Debo destacar esa foto de Mon Rivera, en Nueva York, ahí tocando el güiro al lado de una joven puertorriqueña que le somete a la conga, a la manera jaquetona del rumbón de esquina, ella luciendo un afro combativo de los años setenta. Mon era un plenero —música de “plena”, la música puertorriqueña de la costa— que en mi infancia tuvo un gran éxito comercial con una jitanjáfora en ritmo plenero, cuyo estribillo —¡Ascaracatisquis! —mucha gente de mi generación todavía recuerda. Mon, además de plenero, había sido pelotero, jugó campo corto con los Indios de Mayagüez. Su originalidad fue otorgarle a la plena mayagüezana el uso del trombón. O sea, el sonido salsero tiene en la plena según Mon Rivera su ascendencia directa. En la plena tradicional el trombón nunca tuvo ese rol protagónico, como tampoco en el conjunto cubano, que solo usaba la trompeta.

En una foto de la exposición aparecen en la marquesina del Palladium las orquestas de los hermanos Charlie y Eddie Palmieri. Podría ser una foto emblemática del sonido de la Salsa: ahí vemos la flauta de la charanga cubana junto al trombón apadrinado por nuestro Mon Rivera.

En 1966 se celebró un concierto, a manera de “vente tú”, en el club de jazz Village Gate; la agrupación se llamó las “Tico All Stars”. La Tico fue la disquera con que Tito Puente lanzó a la fama su cantante de aquella época, la escandalosa cubana, La Lupe, La “Gigigi”. En ese concierto celebrado la noche del 23 de mayo de 1966, y titulado “Descargas,” ocurre un fenómeno musical que la exposición no reseña. La descarga pone el énfasis más en los solos instrumentales que en un pulido arreglo orquestado. Se usan los “riffs”, o repeticiones, que provienen del jazz, para darle estructura al número. Los discos de “Descargas” grabados aquella noche señalan hacia una ruta de la música latina niuyorkina que nunca se cumplió del todo. Los “Tico All Stars” ciertamente no tuvieron la aceptación popular que cinco años después tendrían los conciertos del Cheetah y las “Estrellas de Fania”. Los músicos todavía usan gabanes, están afeitados y no divisamos peinados afros, lucen “gallegos”, anticuados, a pesar de su presentación en el Village Gate. Participaron virtuosos como los hermanos Palmieri, Johnny Pacheco, Ray Barreto y Tito Puente, Cachao López. Algo que no pudo abolir este concierto fue cómo la música cubana- puertorriqueña siempre fue y será una incitación al baile. El baile como testimonio comunitario no se perdió. Con el be-bop el jazz perdió sus orígenes como música bailable. A pesar de las “descargas” y los solos prolongados, la música latina no se volvió música para solo ser escuchada en concierto, como le ocurrió al jazz moderno. Los bailarines simplemente no se podían contener, estaban impelidos a “echar un pie”, convertir la música en fervor del cuerpo.

Con el concierto en el salón de baile Cheetah, del jueves 26 de agosto de 1971, se establece la “Salsa” como “marca”. Tito Puente, el principal promotor de las descargas del Village Gate, aseveró que la salsa era algo que él les echaba a los espaguetis. Eddie Palmieri también se mantuvo algo distante de lo que consideraba truco de mercadeo; siempre aseveró que la Salsa era música cubana con sonido puertorriqueño y niuyorkino. El mercadeo de los promotores Jerry Massucci y Ralph Mercado convirtieron las “descargas” que se tocaron en el Cheetah, la noche de aquel jueves, en fenómeno disquero y publicitario. Se crearon las famosas “Estrellas de Fania”, los músicos de esta disquera ya para siempre identificada con la salsa, y que viajarían, en gira musical, el mundo entero. Se produjo un documental del concierto en el Cheetah, “Nuestra Cosa Latina”, todo este fenómeno bien reseñado y mejor ilustrado en esta exposición.

El trombón de sonido abierto y “metálico” de Willie Colón se convertiría en uno de los sellos distintivos de esta marca musical— ¡la salsa a la manera de la disquera Fania! —lo mismo que el agresivo soneo de un Héctor Lavoe, con su vozarrón de vocales abiertas y explayadas al modo de la barriada puertorriqueña. Fue un momento de vuelta a las raíces, identificado con el Barrio niuyorkino, la presencia de la pobreza y la marginalidad, la protesta social, el grito de guerra de nuestra “cosa latina”. Cuando Willie Colón, “el malo”, presentó a Rubén Blades, en un disco que aparece en el mural discográfico de la exposición, junto a los más notables discos de larga duración de aquella época, presentaba, además del sonido urbano y duro del barrio, la posibilidad de la música de protesta latinoamericana. Los músicos del Cheetah soltaron los gabanes, vistieron las camisas floreadas que en aquel entonces llamábamos “bellacas”, se engalanaron con las africanas dashikis, usaron los sombreros borsalinos de maleantes barriales, y cuando pudieron se crecieron barbas y peinados afros; la pinta se volvía rebelde, contestataria, sobre todo “urbana”, como señaló el musicólogo César Miguel Rondón en su seminal El libro de la Salsa.

Ya hacia los ochenta, el fenómeno de la Salsa también era fenómeno puertorriqueño de la isla, se evidenciaba ese tránsito “uptown-downtown” entre el lar isleño y su más grande ciudad, Nueva York. Recuerdo haber ido a bailar con la orquesta de Charlie Palmieri en un claustrofóbico sótano del sector del Condado, justo cuando ya comenzaba a imponerse el merengue y la salsa entró en pronta decadencia. Eventualmente Charlie Palmieri se regresaría a Nueva York; ya para los noventa eran contados los salones de baile dedicados a esta música en la isla. Pero no todo fue pérdida; la orquesta de Willie Rosario formaría a ese cantante que más adelante sería protagonista de la llamada Salsa romántica, Gilberto Santarrosa. Con esta Salsa melosa Marc Anthony se convertiría en cantante de popularidad internacional. La salsa niuyorkina iba perdiendo su filo agresivo y barrial a la vez que se globalizaba, surgiendo agrupaciones por toda Europa, destacándose la magnífica orquesta japonesa de “salsa dura”, bautizada La Luz Puerto Rico. Ya Palmieri lucía una poblada barba —nada quedaba del joven lampiño que aparece en las carátulas de los discos de Tito Rodríguez— y ejecutaba una salsa dura y a la vez musicalmente compleja, en que la descarga y la síncopa del jazz se unían con el son y el guaguancó cubano, así como también con el significado social— recordemos los números “La libertad lógico”, “Vámonos pa’l monte”, “Justicia”—, al mismo tiempo revitalizando números cubanos tradicionales como “Bilongo” y el equívoco —nunca se supo si era nalguita o perico— “Cachito pá huelé”, de Arsenio Rodríguez. En esta foto de la exposición aparece saltando de alegría en uno de los claustros de la Universidad, esos pasillos que conocieron, en los cuarenta y cincuenta, a los peripatéticos Juan Ramón Jiménez y Pedro Salinas. Extraño asunto: dos exiliados españoles republicanos parecen coincidir ahí, fantasmalmente, con este hijo de la emigración puertorriqueña a los niuyores, y ¿por qué la euforia? Quizás fue la recuperación de eso que él mismo llamó “isla linda/isla hermosa” en ese himno nacional que nos dio la Salsa, la más sentida composición de Palmieri, su inolvidable “Puerto Rico”.

La hermosa exposición culmina memoriosamente en la colección de objetos venerados cual reliquias: los vistosos murales compuestos por las carátulas de los discos históricos de la Salsa, las fotos de sus protagonistas, un premio Grammy de Eddie Palmieri, un vistoso traje de guarachera de Celia Cruz, el tuxedo del siempre elegante Tito Puente junto con sus zapatos acharolados, el galardón a Eddie Palmieri de la Universidad de Yale, un cartel de la ópera salsera Hommy, estrenada en el Carnegie Hall, un holograma de los distintos pasos de Salsa, junto con esta cita fundacional de Willie Colón: “Salsa es la suma armónica de toda la cultura latina que se reúne en Nueva York”.

Edgardo Rodríguez Juliá

En Guaynabo,

31 de julio de 2017

(Este texto fue publicado originalmente en el diario español "El País")

 
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