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  • Foto del escritorMario Alegre-Barrios

Millones de Quijotes con el amor y la solidaridad como faro


HAY UN RINCÓN en el imaginario de La Mancha cervantina que no está en la península ibérica, sino a un océano y poco más de 400 años de distancia, de este lado del Atlántico y en el siglo 21, en el Caribe, en Puerto Rico, con no solo un Quijote sino con millones de ellos, portadores todos de aquel mismo idealismo indomable que igual lucha contra gigantes que lleva agua, alimentos y consuelo al necesitado.

Ese antillano “algún lugar” de La Mancha –del que en Puerto Rico tampoco muchos parecen querer acordarse– existe a solo diez minutos al este del aeropuerto de Ponce, al final de una carretera vecinal medio inundada y bordeada por escombros, árboles y postes derribados, por cables del tendido eléctrico y el fango que trajo el desbordamiento del río Jacagua, luego del paso del huracán María. Ese lugar se llama Buyones, se llama Mercedita. Ese lugar se llama Tiburones, se llama La Calzada, se llama Curva Turpo. Ese lugar y su gente se llaman Puerto Rico, se llaman desconsuelo. Ese lugar nos llama.

La lluvia del amanecer permanece en la humedad de una mañana demasiado brillante, sin los matices claroscuros de un follaje que ahora es solo parte del barro. Dos o tres nubes –o los remanentes de dos o tres nubes: nunca he sabido distinguir entre una nube completa y otra en fragmentos– hacen equilibrio como colgadas de ese azul intenso al que suelen mirar quienes hablan del lugar donde vive dios.

En Buyones no hay gigantes con brazos como molinos de viento –tampoco en Mercedita, Tiburones, La Calzada y Curva Turpo– pero hay sed, hay hambre, hay desesperanza, hay tristeza, hay desempleo, hay incertidumbre. Sus habitantes miran con recelo y curiosidad a los que llegan desde el otro lado de esa frontera que, aunque de sobra conocida, nunca había sido más evidente que ahora, luego de que María desnudara a fuerza de vientos e inundaciones esa marginalidad empantanada en el tiempo y en el olvido.

Un nutrido ejército de voluntarios había llegado a Buyones desde el día anterior en un proyecto orquestado por Karen Garnik y la Destilería Serrallés para llevar a esa comunidad –y a otras aledañas– un poco de consuelo y alegría –además de agua, alimentos, servicios de salud y apoyo sicológico– con el lema “Somos millones de Quijotes”, con el apoyo de entidades como el Hotel Ponce Hilton, Suiza Dairy, Hospital San Lucas, Unilever, Instituto Educativo Premier, L’Oreal Caribe y el chef Ventura Vivoni.

En esta comunidad las heridas dejadas por María están a flor de piel, grabadas en las miradas de quienes –sentados frente a sus humildes viviendas rodeadas por fango y escombros– ven transcurrir los días con una lentitud soporífera, olvidados por el gobierno y parecería que ignorados un poco también por ese dios a quien –pese a las circunstancias– no dejan de agradecer todas sus bienaventuranzas.

“Somos millones de Quijotes” reza el lema de las t-shirts que llevan buena parte de los voluntarios que van y vienen como hormigas, sin detenerse. Organizan, cargan, acomodan, sin dejar de sonreír a pesar del calor y la humedad que aumentan según se acerca el mediodía.

Bajo las carpas –erigidas en un solar a la entrada de la cancha de baloncesto y de lo que queda de un parque de pelota– varios estudiantes del Instituto Premier lavan cabezas, recortan, peinan con ‘blower’ y hacen manicura, mientras que a su lado un grupo de médicos del Hospital San Lucas ofrecen servicios primarios de salud: toman la presión arterial, miden la glucosa en la sangre, examinan gargantas y revisan dentaduras. La fila para el recorte y el blower es larga. Nadie aguarda frente a los médicos.

–Si usted fuera vecino mío, nunca le faltaría un buen plato con arroz y habichuelas… si no me cree, pregúntele a cualquiera –me dice Ivette Dávila con una mirada brillante que parecería imposible luego de más de 40 días sin energía eléctrica ni agua corriente –. Yo llevo aquí 65 años… mi edad. Estuve mucho tiempo por Estados Unidos y ahora volví, para encontrarme no solo con María, sino también con Irma, que también me dio mucho miedo.

La miro sonreír. Acaban de peinarla y de tomarle una fotografía con su celular. Para que la vean sus hijos en Estados Unidos, dice. Tiene los dedos de la mano derecha metidos en una solución que ablanda la cutícula, mientras una joven manicurista se esmera en las uñas de la mano izquierda.

–Pasamos el huracán y nos quedamos bastante tristes… mire nada más cómo nos dejó –añade–. Aquí todo mundo cogió lo suyo... ha sido muy fuerte, pero no me quejo. Gracias a Dios he ayudado en lo que he podido. Estoy loca porque llegue uno de mis hijos, que me dijo que iba a venir, porque quiere ver cómo estamos viviendo aquí, como si no creyera lo que le he dicho. Pero dentro de todo, estoy bien, porque tengo un Dios que me ha echado hacia delante. Por ese Dios es que le puedo hablar así. Estoy muy feliz y tranquila… se lo digo de corazón.

Dice que siempre sonríe, aunque las lágrimas estén por salir, pero para qué llorar, si no sirve para nada.

–Cuando lloro es solo de felicidad –dice–. Como hoy… este blower y la manicura me han renovado. Le confieso algo: ya ni recuerdo cuántos años hace que no me daba un ‘blower’, pero me encantó. Quedé muy regia… me gustaba el estilo ‘revolcao’, pero ahora que volví a probar esto, a ver si me consigo un `blower`, pero pensándolo bien no sé pa qué… quién sabe cuándo nos regrese la luz.

Nos despedimos. Me llena de bendiciones.

Silvia Santiago –Vicepresidenta Senior de Manufactura de la Destilería Serrallés– dice que en su equipo de trabajo “recae toda la responsabilidad de hace el mejor ron del mundo, pero ahora estamos aquí, con nuestros hermanos, con nuestros vecinos, para darles una mano, para abrazarlos cariñosa y solidariamente y mitigar así lo que están pasando luego de los dos huracanes que nos azotaron hace poco”.

–Esto que estamos haciendo no nace de los huracanes, sino que tiene su origen desde hace 152 años, en el credo que siempre ha tenido Serrallés de ser un ente solidario, preocupado y ocupado en la calidad de vida de la sociedad en la que estamos –explica sobre este proyecto de vocación comunitaria –. Hay un sentido de puertorriqueñidad muy profundo en nuestra empresa que, como todos, fue impactada por Irma y María. Pero tan pronto comenzamos a saber del hambre y la sed de las comunidades que nos rodean decidimos ayudar, con el respaldo, el talento y el inmenso poder de convocatoria de Karen Garnik, nuestra Asesora de Comunicaciones Corporativas.

Silvia hace énfasis en que esta iniciativa trasciende la satisfacción de necesidades tan elementales y vitales como la sed y el hambre, para abrazar a la comunidad también mediante el cuidado de su salud física y emocional, la estética y el esparcimiento.

–Hemos tocado decenas de puertas y se nos han abierto… son muchas las empresas y personas que se han unido a nosotros como voluntarias, como verdaderos quijotes, para aliviar tanto desamparo y tanta necesidad –comenta Silvia–. Es un esfuerzo en equipo. De otra manera sería imposible.

Karen añade que en estas rutas humanitarias es frecuente escuchar de la gente decir que son ellos –estos quijotes– los primeros que se acercan con ayuda, porque para las autoridades estatales, municipales y federales es como si sus comunidades “no existieran”.

–Lo primero que nos preguntan es que si somos de FEMA, que si somos del gobierno –añade Karen–. No, les decimos. Ni de FEMA ni del gobierno. Somos de Serrallés. Y es que nadie los ha visitado. Hemos visto letreros al lado de casas destrozadas con carteles que dicen ‘FEMA I´m here’, con una flecha. Ya este fin de semana serán alrededor de 15,000 personas las que ha recibido de este grupo de Quijotes agua, alimentos, productos para la higiene personal y servicios de salud. Comenzamos con esto el 15 de octubre y vamos a seguir hasta que sea necesario. Mi mamá decía que en la vida tenemos que usar dos símbolos matemáticos: la suma y la multiplicación. Tú sumas alianzas, recursos, amigos y apoyo y multiplicas resultados y beneficios. Eso es lo que estamos haciendo aquí, todos de forma voluntaria, como por ejemplo el chef Vivoni, que se ha hecho cargo de preparar los alimentos calientes que llevamos a todos los lugares que vistamos. Somos muchos… a todos, nuestro más profundo agradecimiento.

En la cancha de baloncesto hay 25 mesas circulares, con diez sillas cada una. Para el almuerzo, servido personalmente por el chef Vivoni y su equipo: una paella criolla, con lechón, acompañada con jugos de Suiza Dairy y mantecados –sí, fríos, congelados– donados por Unilever.

En una esquina, en el patio de una casa con solo medio techo, un caballo bayo me recuerda al Rocinante de Don Quijote. Triste, con las costillas marcadas en los costados y la mirada fija en el fango. A su lado, tirando a lo largo, un alazán apenas respira. Agoniza. Pregunto por él en la casa de al lado. Un carro le dio un golpe en la curva de más arriba, me dicen, y vino a morirse aquí. Que han llamado al municipio para ver si envían un veterinario, ya no para que lo salve, que cura no tiene, pero al menos para que lo sacrifique y deje de sufrir.

Debajo de otra carpa varios niños dibujan con acuarelas, mientras una sicóloga conversa con ellos sobre lo que han vivido durante las últimas semanas. Usan sus dedos como pinceles mientras la memoria los lleva al día del huracán y lo que han sido sus vidas desde entonces.

Un rectángulo verde es Puerto Rico y, María, una espiral multicolor que entra por el este, tal y como la niña dibujante vio en los partes meteorológicos, según el huracán nos embestía… hasta que los vientos nos dejaron a oscuras, desconectados. Esa imagen, el parteaguas de los que fuimos y de lo que somos. Sus dedos pintados son cronistas, son testimonio. Me muestra el dibujo y echa la cabeza hacia atrás, mientras me sonríe con una mirada aceitunada que le ilumina el rostro.

–Creo que me quedó pequeño el huracán… era más grande que esto –me dice la niña con sus ojos de olivo–. En verdad era más grande que Puerto Rico, tanto que con estas pinturas no me alcanza para dibujarlo.

Por un rato los pequeños olvidan en los colores y el trazo el drama de lo cotidiano. Quizá no, quizá no lo olvidan, solo lo exorcizan.

–Una pulga… es una pulga, respondió otra niña con un susurro cuando Karen Garnik le preguntó qué era ese dibujo que acababa de hacer. ¿Por qué una pulga?, volvió Karen a preguntar. Es que en mi casa hay muchas… ten, llévatela, agregó la pequeña como quien intenta un conjuro, con los deditos aún húmedos con las acuarelas.

Sobran 60 almuerzos y acompañamos a un voluntario a dejarlos al barrio Tiburones. Vamos Enid Salgado –la fotógrafa– y yo. En el camino vemos una reja en medio de la nada. Un portón anaranjado, cerrado, en un camino solitario, sin verjas o alambradas laterales. Sin propósito aparente o quizá con la única intención de que alguien se preguntase para qué. O como si a alguien se le hubiera olvidado removerlo como parte de una escenografía luego de una obra teatral. Le pedimos por favor al chofer que de regreso se detenga para retratarlo.

Pocos responden al llamado de la líder comunitaria para que los vecinos vayan a la cancha de baloncesto a recoger los almuerzos. Al rato nos dicen que esperaban que los repartiéramos casa por casa. Así mismo.

El portón anaranjado sigue donde lo dejamos una hora antes. Cerrado, absurdo. Enid lo retrata y yo los retrato a ambos.

Cuando regresamos a Buyones la actividad ha comenzado a terminar. En la cancha de baloncesto una orquesta toca salsa y varios de los vecinos bailan, algunos en pareja y otros en solitario, como doña Edith, cuya casa está pegada a la cancha. Ella no pasó el huracán ahí, sino en casa de un familiar, en El Tuque. El cuento que nos hace es de terror. El techo explotó, la vivienda se inundó y de milagro no murió. Vive sola, dice, desde hace muchos años. No, no quiere vivir con nadie, mucho menos un esposo. ¿Para qué?, dice. Vivir con alguien siempre es un problema. Estoy mejor así… salgo cuando quiero y adonde me da la gana. Ahora lo estamos pasando mal… sin luz ni agua. Eso es lo malo… ya tengo una edad en la que, como están las cosas, no sé si algún día volveré a tener electricidad en mi casita, que es esa, mire, esa que está ahí… el huracán no le hizo nada.

Cuando salimos de Buyones veo el caballo bayo en la misma posición que unas horas antes, inmóvil con los cascos hundidos en el fango y al lado del alazán, como esperando ambos la muerte.

 

FOTOS: ENID M. SALGADO

 

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