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  • Foto del escritorMario Alegre-Barrios

El Borinquen Brass, Cidra y un guiño de la felicidad


LA FELICIDAD solo suele ser cuestión de saber vivir los instantes en que se nos revela, de reconocerlos y dejarse estar en ellos plenamente conscientes de su existencia, de que ocurren en ese único ‘ahora’ que al momento siguiente deja de ser eso para convertirse en memoria.

Pensaría en eso ayer, un poco más tarde, luego de un espectacular paisaje crepuscular mientras subimos la montaña rumbo a Cidra, entre curvas y charla, un poco perdidos con las instrucciones de la Miss GPS del Google Maps que no tiene muy clara la ruta para llegar al Barrio Rabanal y su Parroquia de Nuestra Señora de Fátima.

El concierto no puede comenzar sin nosotros, es decir, sin el maestro Rafael Enrique Irizarry, el director del Borinquen Brass y que –sin la batuta en mano– hace de copiloto de quien en ese viaje tiene nuestras vidas en sus manos: Anne Marie Salichs.

Me habían recogido en mi apartamento. El maestro era quien conducía, pero al llegar intercambiaron lugares. Ella fue a Lares la semana pasada y asegura que con tantas curvas se había graduado, que por eso ella iba a guiar. Me lo dice para tranquilizarme. Yo no había dicho nada, pero me imagino que adivino preocupación en mi mirada. Ni modo, Mario, me digo mientas me acomodo en el asiento trasero, valor. Me coloco el cinturón y trato de jalar el del lugar contiguo, pero no alcanza. Y yo, que no creo, me persigno.

La conversación es amena y dejo de pensar en la carretera, pero solo hasta haber pasado el casco urbano de Cidra. El copiloto titubea: las instrucciones de Miss GPS son confusas. El concierto no puede comenzar sin nosotros, el concierto no puede comenzar sin nosotros, me repito como un mantra que termina cuando escucho nuevas instrucciones de la señorita –no sé por qué supongo que es señorita– que nos habla desde el celular. Y seguimos subiendo, en un continuo de curvas y de luces de los autos que descienden.

Llegamos con tiempo de sobra. Sobre una pequeña loma, la parroquia, iluminada, aun sin público, con un Cristo detrás del altar, un nacimiento y un árbol, con luces multicolores, como manda la Navidad, por supuesto. Poco a poco el lugar se comienza a poblar. La mayoría de los que llegan son del barrio y comunidades aledañas, pero también hay visitantes de lugares más remotos, del área metropolitana, de Cayey y Aibonito.

Y luego de todo este prólogo –memorable, sin duda– la magia, la música, el Borinquen Brass, la batuta inspiradora del maestro Irizarry y los rostros de la gente, sus miradas, sus sonrisas, sus aplausos de genuino y desbordado entusiasmo ante la experiencia estética inefable de un repertorio que se funde entrañablemente con su fe, con su entrega incondicional a un credo que enmarca el sentido pleno de sus vidas y en el que late la promesa de trascendencia eterna.

La calidez humana del interior de la parroquia contrasta con el frío navideño del exterior. A lo lejos, monte abajo, las luces de Cayey, supongo, o las de Cidra.

El concierto es un banquete, a ratos festivo, por momentos de introspección. El cuarteto de trompas Café Corta’o participa como invitado luego del intermedio. Todos colegas, todos amigos en la música. Las notas largas de los metales hacen que el tiempo parezca transcurrir un poco más lento.

Cierro los ojos, escucho y pienso que, aunque no creo, sí creo en lo sublime que puede ser lo que el hombre es capaz de crear inspirado por su fe, iluminado por lo que considera divino, como anoche, como lo que sucedió en esta parroquia cidreña donde la música –esa música que siempre existe en silencio– se volvió sonido en un breve paréntesis tan irrepetible como memorable gracias a unos maestros que viven su pasión con la misma integridad y entrega cuando se presentan en el Centro de Bellas Artes que cuando lo hacen en lugares tan atípicos como diversas iglesias y plazas alrededor de la Isla, con el placer de hacer música como única remuneración.

Cómo no quererlos, murmuro mientras miro al Cristo crucificado y los artistas son abrazados por la amorosa ovación del público.

Luego, un sancocho casi paradisiaco, preparado por el padre de Krysthian Hernández, –miembro del Borinquen Brass– y servido con inmenso cariño por miembros de la comunidad, fue la coda perfecta para una noche de profundas resonancias emotivas.

El Borinquen Brass tocó el lunes en Yauco, el martes en Río Grande, anoche en Cidra, hoy en San Germán y mañana en Santurce. No sabía a cuál de todos iría y el maestro Irizarry eligió por mí. Su selección no pudo haber sido mejor.

Regresamos sin contratiempos al área metropolitana, cerca de la medianoche. Tardo en dormirme: la naturaleza opípara del banquete recomienda esperar por la cama.

Llamó ahora al maestro para aclarar una duda, me responde y me dice que se preguntaba anoche qué carajo hacía yo ahí, pudiendo estar muy cómodo en mi casa.

Exactamente lo mismo que ustedes, maestro, le respondo, exactamente lo mismo: viviendo ese momento por el solo placer de hacerlo, porque está ahí para vivirlo y porque sin duda en momentos así –a 1,700 pies de altura– la felicidad nos hace un guiño.

 

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