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Foto del escritorMario Alegre-Barrios

Esas sonrisas, ese abrazo... son luz, son esperanza


ANDAN TRISTES Daniel y Zara, mis nietos. Verlos así me arruga el alma. Ellos, al igual que la mayoría de los puertorriqueños buenos –y no los que han visto en el huracán la oportunidad para ser más ruines aún– están apagados, fuera de sus rutinas, con calor, a veces con sed, a oscuras… ¿mejor que otros en la isla?, sin duda, pero no es su culpa ni eso hace menos su padecer. Así andamos todos, unos mejor, otros peor, cada cual viviendo lo que nos está tocando vivir según nuestras circunstancias.

Redefinir la paciencia, redefinir la solidaridad, redefinir la empatía, redefinir la caridad, redefinir la sensibilidad… todo esto ha sido parte de la ardua tarea que nos dejó el huracán que hace precisamente cuatro semanas borró brutalmente las nociones habituales que teníamos de estos conceptos.

Si bien es cierto que durante los primeros días luego del paso de María muchos vivieron como un bálsamo la manifestación de la nobleza proverbial de los puertorriqueños en su forma más elemental y fraterna –con el vecino, con el amigo, con el familiar, con el desconocido– solo fue cuestión de tiempo para que emergiera ese otro rostro tenebroso que –sabemos– abunda también en todos los niveles de nuestra sociedad, desde los criminales habituales que asaltan y asesinan, hasta los alcaldes macabros que se apropian de suministros donados para las comunidades de su pueblo y los políticos que, luego de aparentar ser líderes en los primeros días de este nuevo viejo Puerto Rico, han vuelto a ser lo que todos los políticos en el fondo son.

A 29 días de María (el 20 de septiembre es el día ‘uno’, el primero; el día ‘cero’ no existe), es evidente que entre todo lo bueno que ha aflorado –mayormente entre la ciudadanía- también hemos visto lo peor del ser humano: el egoísmo, la ambición, la ira, la soberbia… En este escenario de incertidumbre y desazón, a ratos nos ha ganado la desesperación, nos ha desbordado el hastío, nos ha inundado la desesperanza. Descartada la cordialidad y la empatía, pronto la codicia de muchos de los comerciantes que venden artículos de primera necesidad triplicó y cuadriplicó los precios, para medrar con la necesidad, con el hambre, con la sed. Muy poco nos duró aquello de volver a ser gente.

Busco a mi alrededor razones para seguir adelante, señales para mantener incandescente la llama en la penumbra que nos abraza. Esas razones las encuentro en mis afectos, en mi familia, en mis –pocas– amistades, en algunos vecinos, en mi oficio, en esta necesidad vital de contar, de apalabrar, de intentar dar sentido a través de la escritura a lo que nos toca vivir, a algunos de manera más severa que a otros.

Una de esas razones se me hizo presente esta mañana, cuando terminé de correr: una foto de mis nietos, una foto tomada hace hoy exactamente tres años, mientras se abrazaban y reían jugando en la piscina que hoy está inservible. Esa imagen me devolvió a ese día y, por un instante, escuché de nuevo sus risas y el chapoteo de sus saltos en el agua. Y entonces pensé y sentí y dije que quiero volver a verlos así algún día, risueños, traviesos, juguetones, ocurrentes, felices… y que, aunque fuese solo por eso, solo por ellos –y por su padre, por su madre–, la rendición es imposible.

Sé que cada cual puede, sin mucho esfuerzo, encontrar motivos para desesperarse, para ser pesimista, para deprimirse, para enfurecerse, para indignarse y también para bajar los brazos y dejar que la inercia soporífera de estos días propios del realismo mágico los insensibilice hasta la indiferencia y, quizás, hasta la muerte.

De la misma forma, sé que cada quien –sin mucho esfuerzo también– puede encontrar en su entorno razones para pensar –al menos– que el optimismo y la esperanza son posibles, que de alguna forma nos hemos ganado la oportunidad de mejores días, que esto pasará, que saldremos más fuertes, que habremos aprendido lo mortal que es la democracia ejercida desde el fanatismo partidista, desde la irracionalidad, desde la rendición a la demagogia.

No controlamos las circunstancias, pero sí la actitud con las que las enfrentamos. Es nuestra decisión, la de cada cual, sin intentar vivir el día que no ha llegado ni tampoco seguir anclado al que ya pasó. Solo por hoy, solo por ahora. Absolutamente conscientes de que ese hoy es lo único que realmente poseemos y que, al mismo tiempo que lo tenemos, se nos escapa, segundo a segundo, con cada tic-tac de ese reloj único y personal que comenzó a caminar en el vientre de nuestras madres y que algún día se detendrá para siempre.

Una esperanza paciente, sin plazos; una esperanza sosegada, sin prisas… aunque el tiempo para muchos –para mí– sea un asunto de no de poca importancia, un tesoro que su propia inercia lo hace cada vez más escaso

Termino de escribir esto a oscuras, pero esa foto, esas sonrisas y ese abrazo de Daniel y Zara son luz, son esperanza, son razones.

 

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