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  • Foto del escritorMario Alegre-Barrios

Un hilito de agua...


Tratar de ser fuerte, un día más. El primer pensamiento cuando me despierto –desde hace cuatro semanas– las 3 de la madrugada y el último también cuando intento dormir, cerca de la medianoche.

Este propósito que es como un mantra tiene contrastes, a veces de serenidad, con la certeza absoluta de que sí, de que la resistencia me (nos) salvará; en ocasiones de desesperanza y desespero, sitiado por la incertidumbre, más que por lo que me toca hacer a mí, por la orfandad que padece nuestra sociedad de un proyecto que sea fértil para un mínimo de optimismo.

Aunque se dice que el huracán salió por algún lugar de la costa norte de la isla durante la tarde del 20 de septiembre, lo cierto es que María se ha quedado con nosotros hasta quién sabe cuándo. Su presencia se siente en cada hogar destruido, en cada río desbordado, en cada árbol caído, en cada familia fragmentada, en cada proyecto suspendido, en cada sueño abortado. Se quedó con nosotros en el calor candente de ese sol de mediodía que cae a plomo sin la frescura del follaje Se quedó también en las tinieblas de esas noches casi eternas que comienzan temprano y se arrastran por el tiempo sin urgencia, como si el mundo comenzase a girar mucho más lentamente a partir del ocaso.

Como he dicho antes, cada cual cuenta las bendiciones según sus circunstancias. El contraste entre la realidad de los que vivimos en el área metropolitana, y varios de los pueblos de la montaña y la costa es sin duda abismal, para nada comparable. Señalar esto no es otra cosa que alinearse con la verdad y desde esta ciudad grande y menos tercermundista que el resto de la isla, la solidaridad con los que menos tienen en estos momentos es incuestionable.

Un breve paréntesis: No han faltado los imbéciles empeñados en estigmatizar a quienes vivimos –por ejemplo– en Guaynabo, ciudad en la que no todo es un complejo de mansiones millonarias –que tampoco nada de malo tienen quienes con honradez y trabajo las poseen– sino una vasta comunidad de clase media residente en urbanizaciones y condominios nada exclusivos, integrada por personas trabajadoras… y heridas también por María: maestros, actores, artistas, secretarias, abogados, médicos, obreros, arquitectos, ingenieros, plomeros, electricistas, periodistas… cuya inmensa mayoría pagamos impuestos que, de alguna manera, contribuyen sustancialmente a prestar servicios y dar subsidios a todos los ciudadanos que por las razones que sean –algunas válidas, otras absolutamente inmorales– no contribuyen en lo absoluto con el gasto público de esta colonia.

Cierro la divagación y retomo la idea que comencé a esbozar en el párrafo previo al anterior, con el ejemplo del testimonio que esta mañana escuché en la radio, de parte de una residente de no sé qué pueblo en el centro de la isla. Decía ella –una muchacha de voz jovial, madre soltera con tres hijos–, que en su comunidad de 300 familias no tienen agua ni luz desde principios de septiembre, con el paso de Irma. En el paréntesis entre los dos huracanes, el alcalde comenzó a llevarles un camión con agua dos o tres veces en semana. Siempre a la medianoche y que era entonces cuando aprovechaban para bañarse y guardar algo para beber.

–El camión llegaba a la medianoche, pero no importaba… ¡éramos felices, aunque fuese con un hilito de agua! –dijo la mujer al aire. –Nos conformábamos con eso y todos estábamos tranquilos, pero desde que pasó María eso se acabó. En la comunidad hay muchos niños y personas mayores, por favor, necesitamos ayuda.

Este drama se replica en infinidad de comunidades en buena parte de los 78 municipios de la isla.

Este drama, también, es fuente de los contrastes con los que vivo mi propósito de fortaleza: saber que hay tantos para quienes la felicidad es un hilito de agua a la medianoche no me permite ser débil en mis circunstancias; saber que actualmente ni siquiera ese hilito de agua tienen… pues me jode bastante.

 

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