DE ALGUNA MANERA el célebre maestro alemán Wilhelm Backhaus intuyó que la noche del 28 de junio de 1969 sería la última vez que tocaría el piano. Fue en un recital en una iglesia en Ossiach, Austria, con un programa que incluyó algunos de los Impromptus de Franz Schubert, y la Sonata núm. 18, Op. 31, núm. 3, “La Caza”, de Ludwig van Beethoven. Al final del tercer movimiento de esta obra, el maestro Backhaus –ya de 85 años de edad– se sintió enfermo y salió del escenario. Un tanto repuesto, regresó al piano a los pocos minutos y, en lugar de continuar con la obra de Beethoven, se excusó y repitió el segundo de los Impromptus de Schubert de su opus póstumo 142, el escrito en la mayor, su obra favorita. Luego de la nota final, se retiró y una semana después –el 5 de julio– murió, sin haber vuelto a tocar el teclado.
El maestro Rudolf Buchbinder narra esta anécdota casi al final de nuestra charla, tratando de contextualizar la respuesta que vendría a continuación.
–Si dentro de veinte años me pregunta usted de nuevo qué obra tocaría si tuviese la revelación de que sería la última, quizá pueda darle una respuesta. Ahora creo que me es imposible –dice con una sonrisa que irradia paz–. Creo que Backhaus lo supo y por eso regresó al escenario aquella noche, no a terminar la obra de Beethoven que había dejado inconclusa, sino a repetir la de Schubert, que era su pieza favorita. Espero tener yo esa misma fortuna.
Esta conversación fue ayer al mediodía, apenas unas horas antes del recital –sin duda memorable– que el maestro Buchbinder ofreció anoche en la continuación del Festival Casals, banquete integrado por la Sonata núm. 17, Op. 31, núm. 2, “La Tempestad”; la Sonata núm. 18, Op. 31, núm. 3, “La Caza”; la Sonata núm. 10, Op. 14, núm. 2; y la Sonata núm. 21, Op. 53, “Waldstein”, todas de Beethoven.
Había llegado a Puerto Rico desde Italia la noche anterior, como parte de esa vida perpetua de viajero que inició hace al menos medio siglo, cuando la premonición que tuvo de niño de un destino atado al piano ya se había convertido en una realidad y su pasión y devoción por ese instrumento comenzaron a ser también su profesión.
–Esto es parte de mi vida –dice con amabilidad, descartando el posible cansancio luego del viaje trasatlántico–. Las entrevistas, los hoteles, los aeropuertos… volar. De la misma manera que una persona guía su automóvil todos los días hasta la oficina, yo voy en avión a diversos países… con la diferencia de que yo puedo dormir en el trayecto.
Aunque nació en la antigua Checoslovaquia –hoy República Checa– el maestro Buchbinder apenas tiene recuerdos de ese origen y la memoria solo le alcanza a los días en los que –con tan solo cinco años de edad– tocó de oído una pieza al piano que definió su vida.
"En el estudio (de grabación) se pierden tres de las cosas más importantes: espontaneidad, entusiasmo y nervios. En el estudio eso no existe. Yo necesito lo que hay en el escenario, un espacio en el que siempre se está como en la cuerda floja y sin red debajo"
Rudolf Buchbinder
–Yo no conocí a mi padre, quien murió en un accidente antes de mi nacimiento –comenta–. Llegué al mundo el primer día de diciembre de 1946. Apenas un año antes había terminado la Segunda Guerra Mundial y en Europa, al igual que en mi hogar, había mucha pobreza. Era muy pequeño aún cuando me mudé con mi familia a Austria, a un pequeño apartamento de dos habitaciones en el que, no me pregunte usted por qué, porque en mi familia no había músicos, había un piano en el que aprendí por mi cuenta, intentando reproducir lo que escuchaba en la radio. Un día, una hermana de mi madre vio una nota en el periódico en el que la Academia de Música de Viena anunciaba que habría audiciones para reclutar nuevos talentos. A los cinco años fui a esa audición y toqué una pieza sin saber leer música, solo de oído, y fui aceptado como el estudiante más joven en la historia de esa institución.
–Pero la certeza de que sería músico, ¿cuándo llegó?
–Desde ese momento, sin duda.
–¿Y no soñó alguna vez con ser otra cosa? ¿Quizá bombero, médico o futbolista?
–¡Oh! Claro… me encantaba el fútbol, y me sigue fascinando –dice con un gesto que por un momento lo distancia de Beethoven, Brahms, Mozart y Bach–. De niño me encantaba jugarlo, especialmente como portero, algo no muy recomendable por el riesgo que corrían mis manos, como estudiante de piano. En verdad que amaba jugar futbol y todavía disfruto mucho de verlo como espectador, pero creo que siempre tuve claro que jamás dudé de querer ser pianista, desde los cinco años de edad.
–Maestro, con una carrera tan extensa y brillante, viajando el mundo entero con estaciones en los mejores escenarios, con las orquestas y directores más célebres, y con decenas de grabaciones. ¿Cómo hace para que la pasión no disminuya al tocar una vez más, por ejemplo, algunas de las sonatas de Beethoven que ha tocado antes centenares de veces? ¿Cómo logra que la llama siga incandescente?
–Mire, he hecho sobre un centenar de grabaciones y la inmensa mayoría de ellas las tengo en su empaque original, sin abrir –explica–. ¿Sabe por qué? Porque hoy toco la misma pieza de manera diferente a como la toqué ayer y a como la tocaré mañana. Un pintor hace una pintura, la cuelga en una pared y esa es la obra, terminada para siempre. La música no es así.
–La música, maestro, no es antes ni después, solo en el momento en que es interpretada…
–¡Exactamente! Por eso es que siempre es algo nuevo. Cada vez que toco una obra descubro algo nuevo, sin importar cuántas veces la haya tocado antes –dice con un entusiasmo tan genuino como contagioso–. De hecho, no he vuelto en mucho tiempo al estudio de grabación. Mire, todas mis últimas grabaciones de los conciertos de Brahms y Beethoven han sido en vivo y también los dos ciclos completos más recientes de las sonatas de Beethoven. ¿Sabe por qué? Porque en el estudio se pierden tres de las cosas más importantes: espontaneidad, entusiasmo y nervios. En el estudio eso no existe. Yo necesito lo que hay en el escenario, un espacio en el que siempre se está como en la cuerda floja y sin red debajo.
–Hablemos de su pasión inmensa por Beethoven, que es lo que nos ofrece en este Festival Casals. Ha tocado el ciclo completo de sus 32 sonatas en al menos medio centenar de ocasiones y posee 39 ediciones de ellas. Después de tanto Beethoven, ¿qué lo hace seguir viviendo inmerso en ese universo? ¿Qué espera descubrir?
–Le aseguró que cada vez que me acerco, por ejemplo, a estas sonatas, descubro algo nuevo y no es cliché –apunta–. Pongamos como caso la “Appassionata”, que he tocado unas cuatrocientas veces quizá, no sé. No digo completa, pero si en partes. La comienzo a tocar y a los tres minutos me detengo, sin la oportunidad de tocarla completa, porque me detengo, siempre buscando, buscando, buscando, deteniéndome y repitiendo, buscando, siempre descubriendo. Sus treinta y dos sonatas acompañaron a Beethoven a lo largo de su vida, de la misma manera que lo han hecho en la mía.
Y le hago la pregunta que lo lleva a hacerme la anécdota inicial de Backhaus, no sin antes aclarar que “dar una respuesta a eso es difícil”.
–Es lo mismo que pedirme que diga cuál es mi obra favorita –argumenta–. Si elijo una, dejo al margen todas las demás que son tan favoritas como esa. Hay infinidad de obras que me conmueven casi hasta las lágrimas. Pienso por ejemplo, en el primer movimiento del segundo concierto para piano de Brahms, el retorno al tema principal...
Lo tararea… y continúa...
–Y desde luego que hay obras que no toco, pero que me provocan un sentimiento de profunda reverencia, como el final del concierto para violín de Brahms, la coda, luego de la cadenza. Esa es una de las cosas más hermosas jamás escritas.
Y evoca a Backhaus.
–Maestro, ¿qué lo hace levantarse cada mañana ilusionado?
–Lo mismo que me acompaña cada segundo de mi vida, la música –asevera sin dudar–. Luego de que me acuesto por las noches, me despierto varias veces de madrugada, siempre con música en mi cabeza, usualmente con piezas que no necesito realmente, que no tengo en agenda tocar… es muy extraño. Con esto le quiero decir que la música está en mi cabeza las 24 horas del día, todos los días de mi vida.