HACE UNOS DÍAS, mientras corría –como suelo hacerlo poco antes del amanecer– conversaba conmigo mismo, en silencio, como es usual que suceda en esa comunión cotidiana en la que no estoy con nadie, solo con ese otro ser que me habita desde que nací y que estará en mí hasta el último de mis días.
Conversaba –decía– en una de esas charlas que suelen también ser errantes, con ideas que van y vienen, que se extravían un poco cada vez que llego al mar y que se reencuentran según les viene en gana, como hace un par de mañanas, cuando a cada paso me preguntaba –tratado de recuperar el aliento perdido luego de varias semanas resfriado– si ese era mi límite. A cada paso me respondía que no, que ese no era mi límite, que esa línea nunca la dibujaría yo, que eso solo lo haría “ella” –esa que todo lo quita– cuando se le ocurra alcanzarme.
En ese preciso instante –cuando este pensamiento se hizo palabra– una paz inmensa me abrazó y mi respiración se hizo más acompasada. Por varios minutos dejé de darme cuenta de que corría, hasta que volví a ver el mar con el telón de fondo de un cielo con nubes rojizas.
Como un mantra, comencé de nuevo a preguntarme si cada paso era mi límite y a responderme que no, que no lo era, hasta que dejé de hacerlo en el momento en el que tuve conciencia de que en ese monólogo perpetuo se me había revelado la manera como desearía irme de aquí.
No sé cuándo será –espero que falté todavía algún tiempo– pero desde ahora sé cómo quisiera que fuese: no tener que esperar inmóvil por ella, sino que me alcance, mejor si es corriendo, de un fogonazo que es como nacemos, pero que en ese último instante me permita mirarla a los ojos y darle un abrazo tan grande como el que le he dado a la vida.