SE HICIERON NOVIOS al inicio de la segunda mitad del siglo pasado. Lo hicieron tomados de la mano en una banca de la alameda de Santa María la Ribera en la Ciudad de México y tomados de la mano se casaron hace hoy justamente 61 años.
Mis padres…
A los diez meses nací yo –jóvenes fogosos que eran– y más tarde Raúl, Hugo y Rosario, mis tres hermanos, familia que según me enteré hace poco a punto estuvo de nunca ser, porque los padres de mi madre intentaron impedir la boda enviándola muy lejos, al norte del país, porque ella y el novio era muy jóvenes, decían, porque ese matrimonio sería un error.
Gracias a ese amoroso y longevo “error” soy, con todo lo que entraña ser y estar aquí, en este brevísimo paréntesis entre dos silencios infinitos, que si bien no tienen sentido alguno, menos lo tendrían sin este relámpago, sin este aliento fugaz del que nos iremos dejando unas cuantas huellas que el tiempo irá difuminando y un cúmulo de dudas sin resolver.
En este tránsito tan súbito como momentáneo la presencia de mis padres –físicamente y a la distancia, más de la segunda manera que de la primera– ha sido una constante referencial y el mejor ejemplo de lo que es capaz de hacer el amor cuando se construye desde lo que puede ser permanente, desde lo cotidiano, desde lo simple, desde lo trascendental, desde la certeza de que el amor es algo demasiado importante, demasiado serio, para dejárselo solo al corazón y que todos los días hay que inventarse nuevas razones para abonarlo, nuevas maneras de mirar y de sentir y de vivir al otro.
Así llevan ya más de 61 años, viviendo como nuevas las mismas viejas maneras de tomarse de la mano, como aquel día en la alameda frente al quiosco morisco, como aquel 26 de noviembre de 1955, cuando se juraron que, mientras estuviesen aquí, en este brevísimo paréntesis, se iban a amar profundamente y a amar de la misma manera a quienes llegamos a la vida gracias a aquel “error".
Gracias, mamá, gracias papá. Gracias por tanto, gracias por todo.