No, no le voy a escribir esta nota a Javier Culson por las mismas razones que tampoco le dirigí a Mónica Puig lo que escribí hace unos días sobre ella y su medalla de oro: No me conocen, los famosos son ellos y no hay manera de que lean todo lo que de ellos se ha dicho en los últimos días.
Escribo esto para los que suelen leerme, para mí, para reflexionar un poco “en voz alta” sobre lo que desde ayer por la mañana debería ser también provocador de una reflexión -como lo fue la victoria de Mónica- que trascienda el escenario deportivo y difumine lo que usualmente define lo que en la vida -más que en el deporte- son un triunfo y un fracaso.
Si bien todos sabemos con alguna certeza lo que triunfar significa, la idea del fracaso es mucho más relativa, nada absoluta, subordinada siempre a algo tan personal como la actitud con la que se enfrentan circunstancias como la que ayer provocó que el corredor puertorriqueño fuese descalificado en la prueba final de los 200 metros con vallas que pudo haberse traducido en un triunfo.
Disiento con respeto y cariño de un maestro periodista que escribió ayer que a Culson “ahora solo le queda perdonarse a sí mismo porque su pueblo ya lo hizo…” ¿Por qué? El pueblo no tiene que perdonar a Culson porque simplemente no hay nada que perdonar. Lo que ocurrió ayer poco después de las 11 de la mañana en la pista del estadio olímpico de Rio de Janeiro no constituye un hecho por el cual “el pueblo” haya debido perdonar al atleta.
¿Injusta la regla que sacó a Javier de carrera? Sí. ¿Doloroso? También. ¿Un fracaso? No…
Matizo: aún no...
No es un falso consuelo decir que los triunfos suelen enseñar más -si algo- que los llamados “fracasos”. Con la actitud correcta, con temple, con sabiduría, esos reveses que la vida nos plantea pueden ser una fuente invaluable para aprender, para fraguar el carácter, para descubrir espacios de nosotros que desconocemos.
Claro que los triunfos exaltan el espíritu, provocan júbilo, refuerzan la autoestima, alimentan la confianza, acarician el orgullo. No así los tropiezos, los marcadores adversos en una competencia, los mejores tiempos de un rival en la meta, una falta de sincronía mínima entre oído, cerebro y músculo que provoca un paso a ningún lugar…
Aunque esos desaciertos pueden ser percibidos -y pensados y sufridos y llorados- como fracasos, en verdad que no lo son. No lo son mientras no se asuman como tales, no mientras ese tropiezo, ese marcador adverso, ese paso a destiempo, no se instalen en nosotros como medidas de lo que somos, de lo que aspiramos, de lo que soñamos.
Culson no fracasó. Al menos no ahora, no ayer. Un suspiro se convirtió en un error. Solo eso. Ser atleta demanda una disciplina inmensa, una fortaleza física y mental enorme, atributos que él sin duda tiene y que ahora le son más necesarios que nunca.
Ahora es que Culson está nuevamente en la línea de salida de una carrera más importante que la que no pudo correr ayer. Ahora corre sin otros colegas en la pista, corre solo con él hacia esa otra meta que desde hoy es la que realmente le debe de importar. Llegará cuando tenga que llegar y ahí él sabrá si lo de ayer fue un fracaso o no. Solo entonces.