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Foto del escritorMario Alegre-Barrios

Ismaelito y morir a destiempo...


La vida es una vez y para siempre…

Henri Cartier-Bresson

Una cosa es morir cuando nos toca -que puede ser en cualquier momento- y otra hacerlo a destiempo, cuando se hace demasiado pronto quizás, o cuando nos da la gana, cuando así se desea, cuando creemos que nuestro lugar ha dejado de estar en el mundo.

Pienso en esto y pienso en José Ismael Fernández cuando, a través de un mensaje de texto, me entero de que Ismaelito murió ayer en algún momento de la mañana. A partir de ese instante comencé a recordar lo que fue la vida de Ismael en mi vida como parte de una relación profesional cuyos inicios se remontan a 1989, cuando llegué a El Nuevo Día a comenzar a hacerme periodista mientras Ismael llevaba ya algunos años viendo y respirando y sintiendo la vida a través del lente de su cámara.

“Murió Ismaelito”, decía el mensaje de texto y en ese instante recordé que había olvidado la primera entrevista que le hice -en 1990 más o menos- en el marco de una de las tantas exhibiciones que de su trabajo se han hecho. “Con la cámara en ristre” fue el titulo de aquel articulo que me permitió comenzar a conocer al Ismael que desde entonces empezó a dejar una huella en mi respeto y en mis afectos, al Ismael apasionado de su oficio, al Ismael sensible, al Ismael generoso, al Ismael solidario, al Ismael rebelde, al Ismael osado, al Ismael “de mecha corta”, al Ismael ameno, al Ismael sentimental, en fin, al Ismael amigo.

Fueron innumerables las ocasiones en las que trabajamos juntos a lo largo de casi un cuarto de siglo. “Mi rey, da gracias al cielo: hoy me toca contigo”, me decía cada vez que coincidíamos en nuestras asignaciones. Retrató conmigo infinidad de ensayos y funciones de música clásica, de ballet y de ópera, documentó a mi lado decenas de exposiciones de arte, entrevistas a escritores, bailarines y actores, también a científicos y algunos locos.

Asimismo, en varias ocasiones viajamos juntos para reportajes y entrevistas… dos veces a Nueva York -a finales de los 90 y en el primer lustro del nuevo milenio-, a Cuba, en el verano del 2011, y la última-, en noviembre de ese mismo año, a Nicaragua. Al margen de la calidad proverbial de su trabajo fotográfico, de cada viaje conservo memorias indelebles e imposibles con otra persona que no hubiese sido Ismael: su pavor a los aviones, sus despistes en Nueva York vinculados al idioma, su peculiar manera de manejar situaciones adversas, su agudo sentido del humor, su singular manera de lograr siempre estar donde debía para tomar la fotografía que -sabía- debía tomar, justamente esa y no otra.

“Murió Ismaelito”, leí en el mensaje de texto de ayer y ya en el acento de la ‘ó’ comencé a recordar -decía- el camino mío que se cruzó -en la amistad y en el oficio- con el de Ismaelito, quien hace algunos años, en uno de esos viajes, me aseguró que él nunca llegaría a viejo, que eso no sucedería porque no le alcanzaría el tiempo, porque algo intuía -creo- porque algo adivinaba.

Leí el mensaje de texto y extrañé como un vendaval al Ismaelito que fue mi lazarillo en Cuba, donde parecería que solo los Castro eran más célebres y conocidos que él. Recordé a ese Ismael casi habanero, amigo de Benito y Yalexi -padre e hijo- quienes desde hace mucho tempo fueron parte de la numerosa familia que Ismael tuvo a lo largo de la geografía entre Pinar del Río y Guantánamo.

Los recuerdos siguieron llegando y con un escalofrío de nostalgia irremediable evoqué al Ismaelito que me acompañó a Nicaragua tras los pasos de Roberto Clemente, para rescatar la historia que ese país nos tenía que contar a cuarenta años de la muerte del legendario pelotero.

Y luego de tanto recordar, pensé que debía escribir algo acerca de todo eso, pero me di cuenta de que no sabía qué decir exactamente, con la casi certeza de que las palabras de poco o nada sirven en casos así, cuando alguien como Ismaelito muere, no cuando le toca, sino a destiempo, cuando le dio la gana, cuando se dejó ganar por la certeza de que su lugar había dejado de estar en este mundo.

“Murió Ismaelito”, decía el mensaje de texto. Y sé que en realidad Ismael no murió ayer, sino que ayer solo terminó de morir, porque había comenzado a hacerlo hace tiempo.

Ojalá creyera yo que los muertos leen todas esas cosas que, tan pronto mueren, los vivos les escriben. Si creyera eso, la daría las gracias, le daría otro abrazo y volvería a preguntarle, como lo hice alguna vez, “¿por qué Ismaelito, por qué?”.

Pero no, para nada. Esto no es para Ismael -Ismael ya no está, “murió Ismaelito”- sino para los que de alguna forma fuimos tocados por su vida. Nadie muere del todo mientras no lo arrope el olvido… y eso solo nos toca ahora a nosotros.

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