Terrorismo. Terror. Miedo. Pánico. Matanza. Masacre.
En realidad solo se trata ya de una cuestión de semántica, de apalabrar eso que fulmina vida, paz y esperanza, que siega futuro e ilusión, que aniquila inocencia, de eso tan ubicuo que su geografía es el mundo entero, de eso tan trágico que conmueve las conciencias aun mejor templadas, en fin, de eso que de alguna forma es parte de la naturaleza humana, “el gen del mal”, como le llama el escritor israelí Amos Oz en su texto titulado Contra el fanatismo.
Los recientes atentados terroristas en París, Niza, Bangladesh, Bruselas y Estambul -entre varios más-, los asesinatos en masa como el del pub en Orlando, las ejecuciones entre policías y negros y otros tiroteos similares en Estados Unidos, las muertes de migrantes en Europa que huyen de la guerra, los asesinatos y desplazamientos por la violencia del narcotráfico en Centroamérica y México son algunos de esos episodios en los que la sangre y la muerte y el dolor asfixian las palabras que intentan encontrar una explicación racional a tanta violencia, a tanta codicia, a tanto odio, a tanta intolerancia, a tanto fanatismo.
Vivimos esta realidad cotidiana que -como nunca- es más nuestra, más de todos, más real e inmediata, mientras una vocecilla nos murmura al oído que no hay maneras viables de ganar la partida contra ese “gen del mal” al que Oz alude, que el bien es muy cándido, muy inocente, muy bueno, muy huérfano de la malicia necesaria para derrotar las retorcidas estrategias de la maldad, que la violencia que nos acecha tiene múltiples modalidades y una vasta diversidad de avenidas para hacer daño.
Será que es porque sucede en nuestro tiempo -será porque el mundo nos cabe ahora en la palma de la mano- que todo este caos que desde siempre existe nos parece más exacerbado que nunca.
Será por eso que en esto de la semántica las palabras cada vez alcanzan menos.
(Este texto fue publicado originalmente en la sección Buscapié de El Nuevo Día en su edición del 22 de julio)