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De padres y abuelos: lo que es y lo que no

  • Foto del escritor: Mario Alegre-Barrios
    Mario Alegre-Barrios
  • 20 jun 2021
  • 4 Min. de lectura

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CUANDO ENTRÉ A la primaria en 1962 ya sabía leer.


Mi padre me había enseñado -con la ayuda de su hermano, mi tío Héctor- y desde entonces quedó definida una de mis grandes pasiones en la vida -la lectura- que ha estado conmigo por casi sesenta años, en aquellos inicios fomentada por el ejemplo y el estímulo de mi padre, quien me orientó hacia los mundos de Julio Verne y Emilio Salgari, como primeras revelaciones literarias que encendieron de manera incandescente ese fervor por la palabra escrita que el tiempo se ha encargado de llevar por rumbos tan desconocidos y enriquecedores como en su momento lo fueron las vidas imaginadas del verniano correo del zar Miguel Strogoff y el salgariano pirata Sandokán, a los que llegué luego de que mi padre descubriese que había estado leyendo -a escondidas- de su librero “La Hora 25”, del rumano Constantin Virgil Gheorghiu, una obra que no era para niños, me dijo, y que mejor debía leer “La Ciudadela”, de A.J. Cronin y, al terminar, “Sinhue, el egipcio”, de Mika Waltari; y luego “Médico de cuerpos y almas", de Taylor Caldwell. Desde entonces, infinidad de autores, infinidad de mundos e -hilvanado entre esas costuras- el intento casi tan añejo por escribir algunas cosas coherentes.


Así fue con la lectura y así también con la música, mi otra gran pasión: mi padre me la reveló, mi padre me la fomentó. Ya he contado antes que -con muchos esfuerzos- en esos primeros años de matrimonio, él había comprado en abonos -en la tienda del señor Mesa, nombre que para mí fue en ese momento el equivalente actual de un Steve Jobs y Apple- un tocadiscos marca Garrard, un radio RCA Víctor y no más de dos decenas de elepés de sellos como Westminster, Deutsche Grammophon y London, discos que trataba con una reverencia casi papal. Lo recuerdo colocando cuidadosamente el vinyl sobre el plato giratorio y luego posar lentamente la aguja en el primer surco. Y entonces, los acordes iniciales de los conciertos para piano de Tchaikovsky y Rachmaninoff -el primero y el segundo, respectivamente-, el “Capricho italiano”, el “Capricho español”, “El amor brujo”, los Nocturnos de Chopin, Mario Lanza, Frank Sinatra, Nat “King” Cole, Glenn Miller…


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Si en aquella infancia la casa de mis abuelos -como conté antes- era para los juegos, el desmadre y la calle, el apartamento con mis padres era para la música, la lectura y, claro, los estudios, con una madre dedicada a nosotros y un padre concentrado en estudiar y trabajar, ya con dos de los cuatro hijos que habrían de tener.


Fue mi padre quien nos llevo a Raúl -mi hermano- y a mí por primera vez a un estadio de fútbol -el de Ciudad Universitaria- y a un parque de béisbol profesional -el del Seguro Social- para asombrarnos con la inolvidable magia nocturna de entrar a ellos y ver iluminados y majestuosos esos campos verdes y ocres que hasta entonces solo habíamos visto en blanco y negro en un televisor con antena de conejo. Era toda una fiesta cuando mi padre lograba hacer algunos ahorros y nos anunciaba, “la otra semana nos vamos a CU a ver al América”, o “pasado mañana falto a la escuela por la noche y nos vamos al Seguro Social, a ver a los Diablos contra los Tigres”. En 1969 nos inscribió -también con grandes sacrificios y apoyo de mi madre y mi abuelo- en una liga pequeña de béisbol -la Lindavista- donde disfrutamos a plenitud de ese deporte que hasta entonces solo habíamos jugado en el barrio de mi abuelo y en algún rincón de la Ciudad Deportiva Magdalena Mixhuca, primero sin guantes y una pelota de esponja, luego con unos “guantes” que mi abuelo nos hizo con retazos de una bolsa de lona tejidos con hilo de cáñamo -el mismo que usábamos para elevar los papalotes o chiringas- y más tarde con unas manoplas reales de primera base que mi padre nos compró y de las que todavía conservo una.


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También fue mi padre quien por primera vez -entre 1969 y 1970- me llevó a un concierto en vivo, con la Orquesta Sinfónica Nacional de México -dirigida por Enrique Bátiz,- en el Palacio de Bellas Artes. El programa lo integraba la novena sinfonía de Beethoven y el segundo de los conciertos para piano de Bela Bartok, con Eva María Zuk -esposa de Bátiz- como solista. Nos sentamos en el “gallinero”, casi en el techo -era lo que se podía pagar- y recuerdo claramente estar asomando sobre el balcón mirando con reverencia la orquesta y coros mientras escuchaba en éxtasis la maravilla del sonido en vivo de esa música y de esos instrumentos casi celestiales.


Si todo esto fuera poco -que no lo es- de mi padre he tenido algo más -que ya bastante es-: el ejemplo del trabajo, de la responsabilidad, de la disciplina y del amor por lo que se hace. En el proceso, hace 41 años me hice padre por primera vez -de Mario- y en el 1983 llegó mi hija -Analía- quienes han hecho de mi paternidad una de las grandes aventuras y pasiones de mi vida. Ambos son mi mayor orgullo y solo espero haber sido para ellos la mitad del padre que mi padre ha sido para mí.


Como abuelo -cuatro son mis nietos- sé, sin lugar a dudas, que no he sido ni un poco como el mío…

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