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  • Foto del escritorMario Alegre-Barrios

Incandescente el susurro de maestra de Iris M. Landrón Bou


DE VEZ EN CUANDO nos cruzamos con personas que nos tocan y su huella se queda en nosotros por el resto de la vida. La conocí hace 28 años, a finales de mayo de 1989, cuando comencé a imaginar mi sueño de ser periodista, sin saber gran cosa del oficio, si acaso solo con este amor eterno por la palabra y el deseo de contar el mundo, el mío y el que me rodea.

La conocí con un lápiz en la mano derecha y un cigarrillo en la izquierda, mirándome por encima de los espejuelos, frente a una de aquellas hojas de cuadricula muy apretada en las que se diagramaban las páginas del "Por Dentro" de aquel extraordinario El Nuevo Día al que me incorporé ese año como aprendiz de un quehacer que desde entonces –y gracias a la presencia de dos o tres personas, entre ellas, ella– me ha dado la mejor vida que jamás imaginé desde hace casi tres décadas y cuya influencia definió de manera indirecta pero igualmente indeleble a mi hijo, quien también vive el periodismo.

La conocí –decía– cuando este afán mío de ser periodista encontró en ella una amorosa caja de resonancia que fue estímulo y escuela, que fue brújula y faro para aprender –desde ese amor compartido e incandescente por la palabra– los principios del oficio que ella supo vivir e inculcar a quienes vibramos con similar frecuencia, valores inmutables, valores supremos, valores vitales que tanto escasean en este Puerto Rico del siglo 21 en el que los "periodistas de ocasión" se reproducen –bien de manera silvestre o con un título universitario– como amibas y que como amibas descerebradas es que escriben o hablan –o escriben y hablan–, distanciados por un abismo del buen periodismo, del periodismo que Iris María Landrón Bou me enseñó.

Hoy celebro nuevamente, no solo la existencia de Iris, sino también que nuestros caminos se hayan cruzado. Hoy celebro mi descubrimiento de Myrsa Landrón Bou –la hermana mayor de Iris– como escritora, como biógrafa, como narradora, en fin, como cauce para este reencuentro con quien vivió la palabra –con quien vivió el verbo- de manera cotidiana, habitual, apasionada, amorosa, aguda, implacable, contundente, elocuente… lo mismo en su obra literaria –en sus poemas, ensayos, reflexiones y los célebres “cucubanos”- que en su quehacer periodístico –desde la planificación de una historia hasta su título y el punto final del último de sus calces.

Tal vez por eso fue que la comunión entre nosotros fue tan grande… tal vez no, debo decir “seguramente”, porque cuando evoco aquellos años se reitera en mí la hondura de su huella. La veo de nuevo con la mirada entrecerrada por el humo sus Winston, cavilando por largo rato títulos cargados de resonancia, ponderando las palabras precisas, murmurándolas para encontrar el ritmo y el tono y la cadencia. La evoco leyéndome, sugiriendo pon esta palabra aquí, quita esa palabra acá, ¿no crees que queda mejor así? Casi siempre sí, muy pocas veces no. Siempre, siempre el respeto, siempre el afecto. Siempre su insistencia en nunca, nunca hacer periodismo sin valores, sin esos principios que son propios también de la vida, de la convivencia, como el respeto, la justicia, la equidad, el balance, la empatía… en fin.

Esa vida respirada a través de los poros de la palabra es lo que hoy tiene un hogar de tinta y papel en el libro Pasión serena y susurro en estruendo, con el que Myrsa recoge la memoria compartida de toda una existencia convivida desde las afinidades y también desde las divergencias. Este libro -que hoy, a partir de las 7 de la noche, presentamos la profesora Nina Torres y yo, en Casa Norberto, en Plaza Las Américas– es una evocación de doble registro que, si bien es cierto tiene a Iris como protagonista, es apalabrada desde la sensibilidad de Myrsa con la virtud de arrojar un haz que ilumina el tránsito de ambas, desde aquella niñez de ensueño entre el Corozal de “las flores y conventos” y la Vega Baja del “pececito rojo”, hasta el Peñón de Cumaná, en el estado venezolano de Sucre, donde Iris vivió su última década.

“Yo sé que hay muertos que alumbran los caminos…”, dijo alguna vez el cantautor cubano Silvio Rodríguez, cita que Myrsa recoge al principio del libro.

Sin embargo, lo cierto es que yo sé que hay muertos que no están muertos mientras nos sigan alumbrando, que no están muertos mientras su huella le llevemos entre la piel y el alma, que no están muertos mientras el olvido no los arrope, mientras de alguna manera tengan aliento en las palabras de los que aún seguimos aquí, de quienes continuamos vibrando gracias a esa resonancia que –como me sucede– Iris sembró en mí de manera irrevocable.

Gracias Iris, gracias Myrsa…

 
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