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  • Foto del escritorMario Alegre-Barrios

"A Cántaros": una utopía que siempre es posible


ASI COMO existen historias que duran instantes y mundos que caben entre las manos, también hay realidades que parecen fábulas y ficciones que –de tan reales– dejan sus marcas en el alma y en la piel.

Así, entre estas reinvenciones de tiempo y espacio, el colectivo Sobre la Mesa vivió este fin de semana A Cántaros, la décimo tercera edición de su proteica propuesta en la que –sin cabida para supersticiones– trascendió el habitual laberinto de sus primeras doce versiones para asentarse en un pueblo aún sin nombre, con promesa de viajero y vocación de esperanza.

Ocho historias mínimas en otras tantas carpas de no más de 12’x12’, con cupo para diez espectadores. Ocho historias simultáneas de seis minutos cada una que se repiten ocho veces, con intervalos de 120 segundos para el tránsito entre carpa y carpa. Ocho historias fugaces de otros tantos titiriteros que tienen el don de detener el momento y provocar reflexiones que acompañan al viajero mucho más allá de las fronteras de ese pueblo que poco tiene de imaginario.

Con el cántaro como pie forzado –como objeto y también como metáfora–, los artistas construyeron narrativas y personajes que pusieron de relieve la madurez artesanal y conceptual que han alcanzado desde la diversidad de sus miradas, siempre críticas, siempre rebeldes, siempre alucinantes.

El viaje de mi grupo se inició con la historia de “Rita la Fosforita”, de Jorge Díaz, una mirada aguda y sin eufemismos de la crisis que vive el país, con el protagonismo de la Junta de Control y la Torre de Babel que es el Capitolio.

En la estación siguiente, un taíno reflexivo de Carlos “Gandul” Torres que, invocando espíritus, invita a reconectar con lo que se es desde la entraña, con la tierra, con la esencia, y -en la carpa que le sigue- Sugeily Rodríguez desafía con la pregunta “¿qué es el cántaro?” y, del cántaro que se rompe, a la quiebra como país, “¿cuántas veces nos han quebrado?”. Y asevera que “la resistencia es lucha y la lucha, dignidad…”.

La trágica realidad siria en Aleppo se materializa en las sombras que –a contraluz– Mary Anne Hopgood proyecta sobre marcos con telas traslúcidas pobladas sucesivamente por las edades sirias, desde su esplendor hasta su infierno.

Con Nami Helfed el tic-tac se vuelve surreal, con un dragón con cabeza de perro –o un perro con cuerpo de dragón– de romance con un cántaro que canta, con un cántaro que florece en lo imposible, en la piedra, como la utopía en la que todos deseamos creer.

Una carpa más adelante, un cántaro se vuelve cuadrúpedo de la mano –literalmente– de Julio Morales, quien se difumina tras los gruñidos placenteros de la criatura que se bebe a si misma desde otro cántaro que luego la regurgita.

En la penúltima estación parece como si la visita que somos turba el sueño de la Dafne de Yari Helfed, musa de la noche que en el duermevela se desnuda de las estrellas para bailar un tango con una luna en cuarto menguante.

El periplo termina con Deborah Hunt, a contrapunto con el estribillo de siete enanos en fuga que, huérfanos de Blancanieves, no son enanos, sino cántaros, que no son cántaros, sino metáforas de las ruinas del imperio del legendario Ozymandias, nombre griego de Ramses II, el poderoso faraón egipcio del siglo XII.

De ahí, al parking, al automóvil, a la ciudad, a la realidad.

Gracias a los artistas de Sobre la Mesa por el paréntesis (y también a Pedro Iván Bonilla por las luces y el sonido y a Aníbal Vidal y Yussef Soto Villarini por la música). Gracias a todos ellos por A Cántaros. Gracias por la utopía.

 

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