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  • Foto del escritorMario Alegre-Barrios

Edgardo Rodríguez Juliá y el arte obsesivo de apalabrar la vida


HACE POCO más de 25 años una conversación con Edgardo Rodríguez Juliá quedó inconclusa. Fue al final de una tarde soleada en la Hostería del Mar, en Ocean Park. Desde entonces el recuerdo de aquella charla suspendida regresó con cada nuevo encuentro y no fue sino hasta hace apenas unos días -el lunes pasado- cuando la retomamos, sin saber al despedirnos si finalmente la habíamos terminado.

El pretexto llegó por correo, con una invitación del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico para acompañar a Edgardo en la ceremonia en la que el próximo miércoles -a las 2 de la tarde- se le conferirá el grado de Doctor Honoris Causa, distinción que se llevará a cabo en el legendario Teatro de la institución, lugar en el que el célebre escritor, profesor y periodista dio cátedra durante 32 años.

Reanudamos la charla en su hogar, literalmente a unos pasos de “El puente de los suspiros”, nombre que Edgardo da a ese espacio que -como parte de la carretera 177, mejor conocida como Los Filtros, pasa sobre el expreso Martínez Nadal y es episodio de su extraordinaria serie de reflexiones Guaynabo City Blues, una de la infinidad de crónicas que -junto a su vasta producción novelística y ensayista- lo han consolidado como un escritor referencial en el mundo de las letras, no solo de Puerto Rico, sino también de buena parte de Iberoamérica.

Con una vida dedicada a “apalabrar los ocultamientos del alma humana”, Edgardo es un escritor que habla como escribe y escribe como habla, como si desde siempre hubiese habitado en ese lugar ideal en el que no hay distinción entre texto y vida, como si nunca hubiese pensado que había para él otras formas de existir, en fin, como si la reflexión fuese tan vital como el aliento.

Pausado -quizá un poco más que hace un cuarto de siglo- el autor de Sol de Medianoche asevera que ha dedicado su vida precisamente a eso, “a la reflexión y a la escritura… y la Universidad de Puerto Rico es el ámbito en el que pude desarrollarme como pensador de nuestra realidad puertorriqueña” y de ahí la gran gratitud que le tiene a esta institución.

Edgardo comenta que si algo siente que se destaca en su caminar entre palabras es el testimonio que ha podido plasmar “de la trayectoria y transformación del país”, como una constante y con unas coordenadas muy especiales y como algo muy integrado a mi vida personal, a mi vida íntima”, como parte de una vocación literaria que le viene de herencia y que descubrió mientras soñaba con ser pelotero y emular las hazañas del legendario Víctor Pellot, primera base de los Criollos de Caguas a mediados del siglo pasado.

ANTES DE ESO -exactamente el 9 de octubre de 1946-, Edgardo había nacido en Río Piedras, en una clínica que quedaba justamente frente a la UPR y que con el tiempo se convertiría en parte del recinto universitario, algo de lo que su madre -doña Acacia Juliá- se sentía muy orgullosa. “De hecho, yo llegué a estudiar en ese edificio, en el mismo edificio en el que nací, algo muy extraño pero que a mí me sucedió”, recuerda con una sonrisa.

“Sí, en mi caso esa ilusión está siempre ahí y, quizá porque ya he logrado dominar lo que es oficio, puedo concentrarme en lo trascendental. Me obsesiona apalabrar los ocultamientos del alma humana, eso para mí es cada vez más importante"

Edgardo Rodríguez Juliá

 

Con una niñez temprana vivida en el pueblo de Aguas Buenas, Edgardo comenta que su infancia fue “muy la del Puerto Rico de los años 50”, en la que marcaba el tiempo por la zafra, porque detrás de su casa había un cañaveral y desde el balcón veía cuando comenzaban a cortarla. Su padre -don Samuel Rodríguez, agrónomo de profesión- siempre tuvo el deseo de mudarse al área metropolitana, a contrapunto un poco de doña Acacia, quien era parte de esa pequeña burguesía de pueblo pequeño, muy común en aquel entonces. “Ese afán de mudarse de parte de mi padre es algo que vivieron muchas familias puertorriqueñas de aquellos años, con la variante de la emigración”, dice. “Desde niño vi como se iban a Estados Unidos los jíbaros de la finca de mi abuela, otro proceso de extrañamiento para mí”.

Finalmente en 1957 a don Samuel se le cumplió el deseo y la familia Rodríguez-Juliá se trasladó a una urbanización cercana a la avenida 65 de Infantería. El niño Edgardo comenzó a estudiar en el Colegio San José mientras acariciaba la ilusión de seguir los pasos de Pellot, sueño que poco a poco cedió y quedó confinado en el espacio intramuros de la escuela al comprender que, si era muy difícil batear una bola recta a 90 millas por hora, más lo era cuando se comienza a tener problemas de visión.

“Muy importante en esos años fue la presencia de mi tío abuelo, Ramón Juliá Marín, un escritor muy destacado del principios del siglo 20”, dice Edgardo. “Su temática fue precisamente la transformación de Puerto Rico en esas primeras dos décadas. Murió en 1917 y en mi casa siempre se habló mucho del talento de Ramón, de sus novelas y de su labor periodística, principalmente por sus crónicas en el Puerto Rico Ilustrado. Cuando empecé a enfilarme un poco hacia la vocación literaria, su ejemplo fue muy relevante como brújula y por la conciencia de que en mi familia había habido un escritor. Descubrí su obra y se convirtió en una presencia… creo que eso fue definiendo -quizá- mi vocación”.

Lector antes que escritor, Edgardo comenta que tuvo el privilegio de crecer al lado de un padre lector, quien -aunque no leía ficción- tenía muchos libros, en especial de historia. Don Samuel estaba suscrito a la revista Life -“cierro los ojos y aún veo el ejemplar en el que Hemingway publicó The Old Man and the Sea”, dice- y le compró la Enciclopedia Británica en una época en la que Edgardo comenzaba ya a sentirse muy pleno en su voraz curiosidad, rasgo que también lo ha definido. Ya en escuela intermedia se interesó mucho la literatura, la mayoría en inglés. Leyó Araby, de James Joyce, cuando estaba en octavo o noveno grado, cuento que le fascinó de tal manera que pensó que algún día le encantaría hacer algo así. Luego comenzó su fascinación por Jack Kerouac -el autor de On the Road y padre literario del chileno Roberto Bolaño-, deslumbramiento que cuestionó uno de sus profesores con el argumento de que lo que Kerouac hacía “era ‘typing’, no ‘writing’”.

Los clásicos de la literatura fueron la estación siguiente, “a veces con cierta renuencia”, reconoce. “Por ejemplo, no te puedo decir que leí el Quijote de primera instancia con una gran alegría, sino que fue un placer que solo tuve cuando ya estaba en la universidad”, explica. “Por supuesto, luego también leí La Llamarada -de Enrique Laguerre- y, sobre todo, lo que más me fascinó de mis lecturas de esa juventud fue la literatura de testimonio, por ejemplo, El coloso de Marusi, de Henry Miller, sobre sus viajes a Grecia, un libro maravilloso y de gran valor”.

ESCRITOR fraguado en la marejada del llamado “boom latinoamericano”, Edgardo señala que, aunque pertenece a una generación posterior, sí vivió su influencia. “Como ocurrió a muchos de mis contemporáneos, a nosotros nos tocó hacer una literatura, si no diferente, sí que llamara la atención por razones distintas, en un intento de distanciarnos un poco de un efecto tan absorbente como ese”, apunta. “Claro que en mi caso estaba ahí el entusiasmo por hacer una obra que tuviera una vigencia como la de Cien años de soledad, pero ese era el anhelo también de la mayoría de los que escribíamos en esos tiempos”.

El salto de leer a escribir lo dio a bordo de un cuento, un poco dentro de la órbita de James Joyce en Dubliners, en el marco de lo que Edgardo define como “un poco las coordenadas de la escritura de la epifanía, de la revelación, del encuentro con una significación extraordinaria dentro de la anécdota”. “Eso tiene ese texto de Joyce y a mí me fascinó”, comenta. “Mi primer libro fue de cuentos, esfuerzo que dejé inédito y creo que hice bien, porque me di cuenta de que era muy derivativo, poco original y con muchas dificultades en términos técnicos en cuanto a la prosa y el acercamiento narrativo. Recuerdo con mucha viveza ese primer cuento que sí publiqué en una revista del Centro Universitario Católico llamada Conquista. El cuento se titula El uniforme de Brooklyn, en alusión al equipo de pelota de las Grandes Ligas”.

Con la publicación en 1974 de La renuncia del héroe Baltasar, Edgardo comenzó a jugar “pelota dura” en el mundo de las letras y a convertirse paulatinamente en una de las plumas más importantes del Puerto Rico del último cuarto del siglo pasado, presencia de la que dice haber estado siempre “muy consciente”, como se está consciente cuando se es joven, “con cierta arrogancia con cierto autoengaño, con la idea de que mi destino era escribir una novela muy importante”. “Si la he escrito o no, le corresponde a la crítica decirlo”, reflexiona. “Pero lo cierto es que sí, que había cierta ambición desmedida en aquellos años, cuando escribí mucho, ejercicio que quizá fue más ‘grafomanía’ que escritura. Estuve escribiendo como desaforado cuatro o cinco años. La noche oscura del Niño Avilés, por ejemplo, la terminé a los 28 ó 29, muy joven y entonces no tenía muy claro el grado de incultura literaria de estas sociedades nuestras. En realidad en Latinoamérica se lee poco. Con excepción de México y Argentina, nuestras sociedades no tienen una gran tradición de lectura. Si en el mundo entero la lectura siempre ha sido minoritaria, en nuestras sociedades esto lo es aun más. Encontré que ese posible público lector no estaba definido con claridad. Escribir fue entonces un ejercicio un tanto solipsista, un poco a ciegas, sin saber a quién iba a llegar. No fue sino hasta que me convertí en un intelectual mediático al hacer periodismo cuando pude tener una idea mejor de ese destinatario”.

El camino de Edgardo en el mundo de las letras se cruzó con el periodismo en el envión de dos crónicas: Las tribulaciones de Jonas -sobre Luis Muñoz Marín- y El entierro de Cortijo -que sigue siendo un referente, no solo en su bibliografía, sino también en el mapa de la literatura puertorriqueña. “Carlos Castañeda -fundador y primer director de El Nuevo Día-, se enamoró de la crónica sobre Muñoz Marín y me llamó para decirme que quería hacer conmigo una revista para el periódico”, explica. “Carlos era un gran periodista, con una visión enorme y muy atento a las cosas que estaban ocurriendo en el ámbito de la escritura. En ese entonces yo era un tanto arrogante y mucha gente piensa que lo sigo siendo, pero en aquel entonces era la arrogancia de la juventud, que es peor que la de los viejos. Al principio no me llevé muy bien con Carlos, pero luego nos reconciliamos y, a través de Antonio Luis Ferré, finalmente comencé a escribir en El Nuevo Día. Yo llegaba al periódico desde la Academia y no sabía muy bien cómo se escribía en los periódicos, pero José Luis Díaz de Villegas me ayudó en el proceso, orientándome y como un muy buen editor”.

Cada vez los lectores de buen periodismo, de periodismo con valores eternos, son menos, A los nuevos lectores -que ni lectores son- poco o nada les interesa un texto bien escrito, con todos los atributos del buen periodismo…

“Juan Manuel Garcia Passalacqua hablaba de la ‘opinocracia’ puertorriqueña”, comenta Edgardo. “Ahora todo mundo puede opinar, pero ese no es el problema, sino que cualquiera puede escribir en un periódico. Antes solo solían hacerlo quienes tenían los méritos…. cuando esto ocurría, los lectores sentían un aprecio por la buena escritura, por las buenas ideas, bien pensadas, elaboradas y puestas en el papel con sumo esmero y cuidado. Ese era el buen periodismo que se apreciaba desde la época de mis padres. Esto se ha ido perdiendo y ha sido sustituido por ese montón de opiniones que, más que opiniones, es como una especie de ruido muy perturbador”.

EN LA MISMA linea de pensamiento, Edgardo cita la reciente presentación que hizo de seis libros de crónica literaria y periodística -El cuerpo de la abuela, de Ana Teresa Toro; Los tres golpes, de Luis Negrón; Metiendo caña, de Luis Trelles; Viaje a la casita, de César Colón Montijo; El local, de Joel Cintrón Arbasetti; y Jadeante y sudorosa, de Mayra Santos Febres- como un elocuente testimonio del momento cimero que vive la crónica como género tanto para la literatura como para el periodismo, no sin dejar de lamentar que textos como estos no tengan espacio para la difusión más allá del libro. “La llamada ‘crónica’ que a veces se ve en los medios tiene más narrativa que reflexión”, señala. “La buena crónica es una mezcla muy urgente de lo narrado con lo pensado. Estos libros que presenté son un ejemplo de esto y me dieron una satisfacción enorme, como pocas he tenido en mi vida”.

De viva voz...

Para Edgardo, la literatura que se escribe actualmente vive un momento de gran efervescencia, especialmente entre los autores jóvenes, algo que ha sido estimulado en alguna medida por la gran cantidad de concursos que anualmente se realizan alrededor del mundo. “Pero falta algo… no creo que se esté escribiendo una obra que importe verdaderamente”, asevera. “No creo que haya algo como lo que había antes, cuando la literatura importaba porque era una gran revelación, una revelación de nuestra condición humana en lo más grande, pero también en las minucias, en los detalles, en esas ‘pequeñas epifanías', como decía James Joyce. Eso no lo veo”.

“Lo que hay -agrega- es un ‘bestsellerismo’ muy marcado en las coordenadas de las editoriales en todo el mundo, al punto de que hoy, cuando se va a publicar un libro, se sabe cuantos ejemplares van a venderse. Y esa es la consideración inicial y última de muchos editores, no tanto la calidad de lo que hay ahí. Muchas novelas del ‘boom’ hoy no serían publicadas, debido, precisamente a su ambición literaria que nada tiene que ver con cifras vendidas. Hay mucho oficio actualmente. La calidad promedio a nivel internacional es impresionante pero literatura que conmueva, que impacte, que sorprenda, que diga algo de lo que somos los seres humanos, muy poca”.

¿Conservas la ilusión por escribir?

“Sí, en mi caso esa ilusión está siempre ahí y, quizá porque ya he logrado dominar lo que es oficio, puedo concentrarme en lo trascendental. Me obsesiona apalabrar los ocultamientos del alma humana, eso para mí es cada vez más importante. Siempre que abro un libro, lo hago pensando en esto, si me lo da, para mí es un gran libro. Como escritor, las revisiones me paralizan cada vez más. De joven revisaba muy poco. Ya con las novelas de la playa, como Cartagena, comencé a ser maniáticamente cuidadoso con las correcciones, a veces compulsivamente cuidadoso. Si mi obsesión inicial era la escritura, mi segunda obsesión es la reescritura, y eso perdura hasta el día de hoy y se agudiza. Así es mi oficio en este momento, de escritura y contemplación y también de premeditación de lo que escribo”.

Con una profunda afinidad por “Manolo”, el personaje central de su novela Sol de medianoche, Edgardo comenta que su afecto por este hombre de palabras nace de la identificación que él mismo siente por la playa, por la época en que la visitaba con frecuencia y por las personas que pudo conocer ahí, frente al mar. “‘Manolo’ me persigue”, ríe Edgardo. “Recientemente terminé una novela en el que ‘Manolo’ vuelve a aparecer. Se parece un poco a mí y resume lo que tengo de reflexivo, de neurótico y de callejero”.

Con la inquietud de alcanzar en su obra una serenidad tan plena como la que tiene en su vida, Edgardo explica que su escritura continúa siendo “un poco histérica” en lo que al proceso creativo se refiere, no así en el resultado final.

Y hablando de serenidad…

Edgardo comenta que no hace mucho hizo algo que le pareció extraordinario: una larga nadada por la playa del Alambique, en Isla Verde, algo que hace algún tiempo no intentaba. Y hubo algo que lo sorprendió, una suerte de epifanía: lo placentera que fue.

Y sonríe…

Y habla del Doctorado Honoris Causa -pretexto de este texto- como una gran alegría, como algo que agradece enormemente por los vínculos profundos que lo unen a la universidad, donde estuvo por poco más de tres décadas “en la enseñanza de la lectura, de la escritura”. “Buena parte de mi formación intelectual se hizo en y en torno a la universidad”, afirma. “Mis primeros años en la universidad fueron extraordinarios cuando los recuerdo desde la curiosidad que ahí sacié. La Universidad de Puerto Rico ha sido buena parte de mi vida. Siempre hubo una tensión muy saludable entre mi vocación y mi dignidad como profesor y mi vocación como escritor”.

REFLEXIVO ante el golpe de timón que ha dado a su visión del futuro que aguarda a Puerto Rico, Edgardo explica que, si bien se siente cautelosamente optimista al respecto, ha “rectificado” en la manera como vislumbra el desarrollo de la Isla. “Me formé en un país que estaba en pleno desarrollo, un país que tenía ambición y porvenir de país”, reflexiona. “No puedo decir que hoy Puerto Rico tiene eso. No tiene porvenir como país aparte de Estados Unidos. Hace años sí y había una gran producción cultural, con tantas cosas que se forjaron en ese momento y que han quedado un poco en suspenso. Soy optimista porque no tengo alternativa. Creo que el país saldrá adelante, pero quizá no será como un país aparte, como yo lo concebía. Tenemos el talento y la capacidad para salir adelante. Soy de una generación que no apreció en toda su dimensión lo que tuvimos”.

Con un horizonte que -como a todos nos sucede- cada vez se acerca más, Edgardo reitera su afán de serenidad para el resto del viaje. “Lo otro que veo en el horizonte son las tres palmas de coco que en estos días voy a sembrar en el islote de Isla Verde con unos amigos”, finaliza. “Eso es algo que me ilusiona mucho porque en el año 1946 ahí había tres palmas. Un amigo me regaló una foto de ese año y están ahí y ese amigo me dijo que cuando yo cumpliera los 70 debía de volver a sembrar nuevamente esas tres palmas”.

Nos despedimos sin saber si aquella conversación inconclusa de principios de los 90 había quedado finalmente terminada. Nos despedimos con una sola certeza: dentro de otros 25 años será muy tarde para averiguarlo.

 

(Esta entrevista es publicada simultáneamente en el portal de 80 grados - www.80grados.net)

Fotos y vídeo: Eileen Rivera Esquilín

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