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Foto del escritorMario Alegre-Barrios

Papá, en esta orfandad que hoy compartimos…


Mi papá con "Micifuz"

“La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”


Gabriel García Márquez


CUANDO YO NACÍ, mi padre trabajaba en el Banco Nacional de México, no como banquero, sino como mensajero. Nací en un hospital privado —beneficio que daba el banco a sus empleados— ubicado en la calle Orizaba de la Colonia Roma, en un Distrito Federal que desde hace no tanto fue rebautizado como Ciudad de México, en la que mis hermanos y yo pasamos la infancia y la adolescencia y adonde siempre añoro volver, aun a sabiendas de que ya no es lo que fue y de que mi memoria es lo único que mantiene vivos en mi nostalgia a seres, calles, lugares, luces, inviernos, aromas e ilusiones de aquellos 21 años que viví en lo que Carlos Fuentes llamó alguna vez “la región más transparente”.


Me amparo en la cita del epígrafe para justificar cualquier imprecisión en esta mirada por encima del hombro hasta donde me alcanza la memoria —y quizás un poco más allá— cuando busco en la palabra escrita el sosiego que —supongo— a todos nos roba la muerte de la madre, no la de cualquiera, sino la de la propia, en este caso la de la mía, quien hace 10 diez días ya no está y que no solo dejó huérfanos a sus cuatro hijos, sino también —en una orfandad más profunda aun— a mi papá, quien pasará sin ella un Día de los Padres por primera vez en 65 años.

Con mis padres, en una de nuestras tantas llamadas por "FaceTime".
Sé que varias de estas cosas ya las he contado antes, pero nadie puede ser acusado de plagio cuando es a sí mismo a quien repite, en especial cuando es para decirle nuevamente hoy a mi papá que —con todas las imprecisiones que estas palabras puedan tener— ha sido el mejor padre y que esta orfandad que hoy compartimos tiene el mejor consuelo —para él— en esa fe inmensa que desde hace muchos años profesa; y —para mí— en la certeza de que ese credo es su mejor y más inconmensurable compañía.

Veinte años tenía entonces aquel joven flaco y desgarbado, aficionado desde muy niño a la lectura y a la música clásica —su abuelo paterno había tocado el violonchelo con la Orquesta Sinfónica de Jalapa— que se había casado con la que sería mi madre solo con el diploma de secundaria y sin ninguna prisa por otro tipo de estudios… hasta que en 1956 nací yo y —dos años después— mi hermano Raúl. Hasta entonces había tenido trabajos similares al del banco, entre ellos uno como empleado de limpieza en Altos Hornos de México —una fundición en el aledaño Estado de México— y otro en una fábrica de radios.


Esa responsabilidad de mi padre relativamente temprana era desafiantemente tardía para pensar en estudios universitarios, ya con tres bocas más que alimentar y con un salario tan mínimo que apenas alcanzaba para vivir con lo justo, sin la menor esperanza de una mejoría en lo que en el horizonte se vislumbraba… hasta que decidió comenzar a estudiar una carrera universitaria, supongo que becado de alguna manera por la empresa en la que había comenzado a trabajar luego del banco: Tequila Cuervo, donde estuvo por alrededor de 45 años, primero como mensajero, archivista y auxiliar de contador y, luego de graduado en Contabilidad, como contador general, contralor general, administrador general y mano derecha y casi conciencia de don Juan Beckman Vidal, dueño de la empresa.


Por eso —por sus estudios matutinos y nocturnos, y su trabajo durante el día— Raúl y yo lo veíamos poco en esos años a mediados de los 60, no solo por esas largas jornadas de él fuera de la casa, sino porque desde los viernes, luego de salir de la escuela y hasta los domingos por la tarde, mi hermano y yo nos íbamos a casa de nuestros abuelos paternos Mario y Carmela —nuestro “tito” y nuestra “tita”— donde vivimos prácticamente en la calle —del amanecer al anochecer—, una especie de salvaje “spring break”, jugando con la palomilla fútbol, beisbol, trompo, canicas, “ligazos”, “burro”, “bote”, “encantados”, “escondidillas”, “carritos” y espiando a unas vecinas —muy monas, maquilladas y apretadas ellas— que subían y bajaban de carros relativamente lujosos que se estacionaban un poco más adelante en la misma calle —“en lo oscurito”— y que entraban a pernoctar en la vecindad de al lado de la casa de mis abuelos, cuando el último de sus clientes se alejaba y ellas nos sonreían con un guiño que nos hacia disputar en reclamo personalísimo de ese gesto.


Esto ya lo he contado antes: cuando en 1962 entré a la primara, yo ya sabía leer. Mientras estaba en el “kinder”, mi papá me había enseñado —con la ayuda de su hermano, mi tío Héctor— y de esta manera comenzamos a compartir lo que para ambos ha sido una de las grandes pasiones en nuestras vidas —y motivo de no pocas discusiones— : la lectura.

Mis hijos Analía y Mario, en algún momento de 1983.

Dentro de la gran escasez de aquellos primeros años, conservo intacto el recuerdo de la “biblioteca” de mi papá: apenas un rústico y endeble librero en el que me asomé por primera vez a la literatura, como complemento fascinante a los libros de texto de la escuela primaria. De ahí tomé para leer a escondidas “La Hora 25”, del rumano Constantin Virgil Gheorghiu —una obra que no era “para niños”, me dijo; como tampoco lo eran las vecinas muy monas, maquilladas y apretadas, deduje— y que mejor debía leer todas las novelas de Julio Verne y Emilio Salgari, así como “La Ciudadela”, de A.J. Cronin; “Sinhue, el egipcio”, de Mika Waltari; y “Médico de cuerpos y almas", de Taylor Caldwell, hasta que caí arrobado por la escritura de Ernest Hemingway, mi héroe de juventud.


Así fue con la lectura y así también con la música, mi otra gran pasión: mi papá me la reveló, mi padre me la fomentó. Ya he escrito antes que —con muchos esfuerzos — en esos primeros años de matrimonio, él había comprado en abonos en la tienda del señor Mesa —nombre que para mí fue en ese momento el equivalente actual de un Steve Jobs y Apple— un tocadiscos marca Garrard, un radio RCA Víctor y no más de dos decenas de elepés de sellos como Westminster, Deutsche Grammophon y London, discos que trataba con una reverencia casi papal.

Con Analía, Mario y su mamá, en la Navidad de 2014.

Lo recuerdo colocando cuidadosamente el vinyl sobre el plato giratorio y luego posar lentamente la aguja en el primer surco. Y entonces, los acordes iniciales de los conciertos para piano de Tchaikovsky y Rachmaninoff —el primero y el segundo, respectivamente—, el “Capricho italiano”, el “Capricho español”, “El amor brujo”, los Nocturnos de Chopin, Mario Lanza, Frank Sinatra, Nat “King” Cole, Glenn Miller…


Si en aquella infancia la casa de mis abuelos —como ya he dicho— era para los juegos, el desmadre y la calle, la vida con mis padres era para la música, la lectura y, claro, los estudios, con una madre dedicada a nosotros y un padre concentrado en estudiar y trabajar, ya con dos de los cuatro hijos que habrían de tener.

Con mis nietos Zara Isabelle y Daniel Andrés, hijos de Mario y Desi.

Fue mi papá quien nos llevó a Raúl y a mí por primera vez a un estadio de fútbol —el de Ciudad Universitaria— y a un parque de béisbol profesional —el del Seguro Social— para asombrarnos con la inolvidable magia nocturna de entrar a ellos y ver iluminados y majestuosos esos campos verdes y ocres que hasta entonces solo habíamos visto en blanco y negro en un televisor con antena de conejo. Era toda una fiesta cuando mi padre lograba hacer algunos ahorros y nos anunciaba, “la otra semana nos vamos a CU a ver al América”, o “pasado mañana falto a la escuela por la noche y nos vamos al Seguro Social, a ver a los Diablos contra los Tigres”, casi siempre acompañados por mi tito Mario, quien fue el mejor y el más amoroso de los cómplices en esos andares que terminaron para mí en 1977, cuando me casé y vine a Puerto Rico a ser todo lo que soy ahora.


En 1969 nos inscribió —también con grandes sacrificios y apoyo de mi madre y mi tito — en una liga pequeña de béisbol —la Lindavista — donde disfrutamos a plenitud de ese deporte que hasta entonces solo habíamos jugado en el barrio de mi abuelo y en algún rincón de la Ciudad Deportiva Magdalena Mixhuca, primero sin guantes y una pelota de esponja, luego con unos “guantes” que mi tito nos hizo con retazos de una bolsa de lona tejidos con hilo de cáñamo —el mismo que usábamos para elevar los papalotes o chiringas— y más tarde con unas manoplas reales de primera base que mi papá nos compró y de las que todavía conservo una.


También fue mi padre quien por primera vez —entre 1969 y 1970— me llevó a mi primer concierto en vivo, con la Orquesta Sinfónica Nacional de México —dirigida por Enrique Bátiz— en el Palacio de Bellas Artes. El programa lo integraba la novena de las sinfonías de Beethoven —la "Coral"— y el segundo de los conciertos para piano de Bela Bartok, con Eva María Zuk —esposa de Bátiz— como solista. Nos sentamos en el “gallinero”, casi en el techo —era lo que se podía pagar— y recuerdo claramente estar asomando sobre el balcón mirando con reverencia la orquesta y coros mientras escuchaba en éxtasis la maravilla del sonido en vivo de esa música y de esos instrumentos casi celestiales.

Con mis nietos Henry Eugene y Nora June, hijos de Analía y Grant.

Si todo esto fuera poco —que no lo es— de mi padre he tenido algo más —que es bastante—: el ejemplo del trabajo, de la responsabilidad, de la disciplina y del amor por lo que se hace. En el proceso, hace 42 años me hice padre por primera vez —de Mario— y en el 1983 llegó mi hija —Analía— quienes han hecho de mi paternidad — y de mi abuelazgo, a través de Daniel Andrés, Zara Isabelle, Nora June y Henry Eugene— mis orgullos y pasiones más grandes.


Sé que varias de estas cosas ya las he contado antes, pero nadie puede ser acusado de plagio cuando es a sí mismo a quien repite, en especial cuando es para decirle nuevamente hoy a mi papá que —con todas las imprecisiones que estas palabras puedan tener— ha sido el mejor padre y que esta orfandad que hoy compartimos tiene el mejor consuelo —para él— en esa fe inmensa que desde hace muchos años profesa; y —para mí— en la certeza de que ese credo es su mejor y más inconmensurable compañía.


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