Nuestra Sinfónica, bastión contra la barbarie
- Mario Alegre-Barrios
- 4 may
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LA ORQUESTA Sinfónica de Puerto Rico —una de las pocas cosas que nos salvan de la barbarie nuestra de cada día— dio fin este sábado a su sexagésima sexta temporada de abonos con un concierto que desafió los retos de una tarde y noche lluviosas y ante un público menos numeroso de lo que ameritaba el programa ofrecido, pero que fue una suerte de oasis en medio de la convulsa sucesión de días en esta isla tan a la deriva.
Bajo la batuta del maestro Maximiano Valdés, la velada comenzó con “Mariandá (Noche, amanecer y celebración de Borinquen)”, del maestro Ernesto Cordero, una evocativa pieza de la campiña puertorriqueña con una profusa instrumentación percusiva y de vientos de metales y maderas cobijada por las cuerdas, con alternancias de dulce lirismo y gran profusión orquestal en las que marca la pauta el vaivén entre el caribeño seis mariandá y el africanismo del tumbao.
El maestro Valdés supo mantener el balance entre las diversas secciones del contingente orquestal, sin menoscabo de la elocuencia programática con la que el maestro Cordado concibió esta pieza, que fue coronada por una entusiasta ovación del público, tanto para la obra como para su creador, quien estuvo presente en la sala.
A continuación, la OSPR ofreció una muy lograda versión de la suite del ballet “El amor brujo”, del español Manuel de Falla, con la mezzo soprano Odemaris Ortiz Pastrana como solista, anunciada muy recientemente luego de un proceso de audiciones. Odemaris —fruto del Conservatorio de Música de Puerto Rico— demostró lo acertado de su selección, con una voz controlada, excelente proyección y gran aplomo, como la enamorada que navega entre los celos del fantasma que en vida fuera su novio y las redes de ese amor sin resolver de manera irrevocable.
La orquesta ofreció una interpretación cónsona a la naturaleza evocadora del trasunto gitano con el que el compositor impregnó la obra, con episodios de profundo lirismo y otros de obvia grandilocuencia, en especial en la Medianoche y en la archi conocida Danza del ritual del fuego, para culminar con la Pantomima y Las campanas de la mañana, una redención del espíritu de la enamorada.
Con la primera de las sinfonías de Gustav Mahler en la segunda parte del programa, me resulta imposible obviar las resonancias emotivas muy personales que profeso por esta obra, conocida como “Titán” y que escuché por primera vez hace medio siglo, en vivo, con la Orquesta Nacional de México bajo la batuta de su director titular en ese entonces, el maestro Luis Herrera de la Fuente, como parte de un programa dominical matutino en el Alcázar del Castillo de Chapultepec.
Totalmente ajeno a lo que iba a escuchar esa mañana —que también fue mi primicia con el Concierto para violín de P. I. Tchaikovsky— ese encuentro inaugural con la obra Mahler tuvo una influencia fundamental en mis gustos sinfómnicos a partir —quizá— de la naturaleza esencialmente orgánica de esa experiencia, sin ningún referente o filtro académico que me preparase para lo que habría de escuchar.
Recuerdo aún con inefable placer y nostalgia incandescente la manera como las primeras notas en las cuerdas y las maderas me hechizaron por completo, con sensaciones e imágenes hasta entonces desconocidas, lanzándome paulatinamente a un mar extático y pródigo en efusión musical, con vaivenes entre la contemplación y el vértigo, como si esa musica me hablase solo a mi para sellar a perpetuidad mi amor y admiración incondicional con el universo mehleriano.
Aquel mediodía salí y bajé casi levitando del Castillo de Chapultepec, llegué a mi casa, vi cuánto dinero tenía guardado y fui a El Puerto de Liverpool —una tienda tipo Macy’s— para conseguir una grabación de esta sinfonía. Había varias y elegí al azar una con la Orquesta Sinfónica de Chicago, bajo la batuta del maestro Carlo Maria Guilini, sin imaginar ni remotamente que —cincuenta años después y luego de escuchar decena de otras versiones— esa sería siempre la de mi predilección.
Confieso que estos recuerdos regresaron —como siempre que escucho “Titán”— la noche de este sábado al vivir cómo nuestra sinfónica me devolvía a aquel día de mi juventud en la Ciudad de México, tratando de no ceder contra el prejuicio y el peligro de comparar, de perder la objetividad, de romantizar desde la nostalgia.
Espero haberlo logrado y ser justo al decir que la versión de la OSPR colmó mis expectativas, al margen de las ya conocidas deficiencias acústicas de la Sala Sinfónica, proclive a ser estruendosa y con demasiada reverberancia. Los tempos elegidos por el maestro Valdés alentaron el disfrute pleno de la profusión de matices sonoros a lo largo de toda la obra, con unas cuerdas con gran coherencia y solidez, en espacial los violonchelos y contrabajos en la Marcha fúnebre, los metales en su amplia sonoridad, las maderas en su musicalidad y la percusión portentosa, con un moviento final que, en la recapitulación de todo el materia temático que le precede, coronó de manera esplendorosa una nueva temporada de la Sinfónica, la nuestra, una de las pocas cosas que nos sirven de resistencia contra la barbarie.
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