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Foto del escritorMario Alegre-Barrios

Una lección policial con una coda muy triste


NO SÉ MUCHO DE ÉL, en realidad casi nada, solo que se llama Enrique, que desde hace mucho tiempo deambula por el Condado, que duerme y se cura en algún rincón del parque Luis Muñoz Rivera y que -pese a su desolación- no ha olvidado sonreír: cada vez que nos cruzamos al amanecer -él a paso lento y yo en mi carrera- me mira, inclina levemente la cabeza y dibuja ese gesto que parecería imposible en un rostro como el de él, perfilado por la amargura.

Sé su nombre porque él mismo me lo dijo una mañana en que su mirada detuvo mi paso. Solo le he escuchado decir eso, su nombre, una sola vez, ese día, y a partir de entonces nos reconocemos desde las orillas del abismo que nos separa, así, sin más, solo con el gesto, mientras una y otra vez intento imaginar las decenas de vidas que Enrique pudo haber caminado antes de llegar a la que tiene y sobrevivir durante tanto tiempo -inexplicablemente para mí- al vicio, a la calle, a la soledad, a la desesperanza, a la indiferencia.

Esta mañana me cruce nuevamente con él, a mitad del puente Dos Hermanos, él en dirección a los hoteles, yo hacia el Viejo San Juan, en una mañana nublada y ventosa, a ratos con lluvia y la esporádica compañía de algunos corredores que también son parte habitual de ese paisaje matutino que marca buena parte de mis días.

Suelo reencontrarme con Enrique a mi retorno, casi siempre sobre el mismo puente, pero en direcciones opuestas. Hoy fue un poco más adelante, justo en el mirador donde una de la gordas de Botero sostiene en su regazo a su bebé. Ahí, en una pequeña fuente, Enrique -de espadas y en cuclillas- intentaba asearse un poco cuando una patrulla se detuvo frente a él. Y pensé lo que no debí pensar: estos ya vienen a joderlo. Los prejuicios, las generalizaciones, la estupidez.

Lo lamento.

Enrique se incorporó y comenzó a sacudir las manos para secárselas al viento y entonces se dio cuenta de que esperaban por él. Mientras se acercaba lentamente al auto, la ventanilla del pasajero bajó y una mujer policía le tendió lo que sin duda era un desayuno.

Todo sucedió en un instante. Cuando reaccioné, ya la patrulla arrancaba y mi “¡bravo!” seguramente se perdió en una de las ráfagas de viento que servían de blower a Enrique. Esa es también nuestra Policía y lamento no haber tenido tiempo de tomar nota del número de la patrulla para hacer llegar a sus tripulantes unas palabras de reconocimiento, que bastante los criticamos… que bastante los jodemos.

Y mientras esto sucedía -mientras corría y la Policía me daba con Enrique una lección de lo que es la caridad, el servicio y el amor al prójimo- la colega y amiga Keylla Hernández se moría. Me enteré de pronto, por una alerta en el celular. Y pensé un rato en ella, ejemplo de profesionalismo en su oficio y de valor y entereza ante esos procesos tan crueles y con finales más cruelmente previsibles con los que la vida frecuentemente se encarga de irnos preparando para nuestra propia partida.

No le escribo nada a Keilla, que bien saben quienes me leen que nunca escribo a los muertos porque quien se va ya no nos lee, sino a los que seguimos aquí, a quienes nos quedamos de este lado, con la tristeza, con el dolor… y a la espera.

Una coda muy triste para este año.

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